¿Quién tiene la llave de La puerta del Diablo?






Desde que era niño escuché decir que a ese lugar llegaban los amantes traicionados para tirarse al precipicio. Muchos creían que jamás encontrarían sus cuerpos, que sus bocas y manos se perderían entre la maleza y que antes que la policía llegara los animales se llevarían las sobras de su desamor.

Lo de la puerta lo entiendo (creo). El universo como una infinita secuencia de habitaciones sin paredes ni techo que se comunican unas con otras por medio de infinitas puertas. Ideas que han sido recreadas, por ejemplo, en Las crónicas de Narnia por Clive Staples Lewis o en el filme Monster Inc, que es como lo describe la teoría del multiverso, o así lo parece.

La puerta no es ni entrada ni salida, es un viaje.

            Lo del diablo. La religiosidad de nuestro marco de referencia precisa entender que soluciones determinadas que se suponen no estar ratificadas por “dios” son atribuciones del “diablo”. Al menos es una histórica interpretación de la Mesoamérica conquistada, agregue todo lo que quiera, incluso, el cuento de que “diablo es el nombre que usa dios cuando se porta mal”. 

El homicidio es un acto condenable por muchas religiones. Pero no solo el homicidio. También el misterio de la geografía. Los poetas no escapan a la tentación. Y por supuesto el sexo sin confesión.

            Los amantes llegaban a ese lugar porque lo apartado les permitía llevar adelante sus placeres carnales, lejos de los moteles, por vergüenza a ser vistos o por falta de dinero. De todas maneras el paisaje es romántico, desde los peñones se mira el mar y los llanos del sur de la ciudad, verdes como son los verdes de El Salvador. Y el verde, según cierta teoría, aumenta todos los apetitos, los estomacales y los venéreos; y los homicidas, según la evidencia.  

            Con o sin teoría, el lugar tiene la forma de una puerta, tallada por la mano delicada del tiempo, que muy bien explica la geología de la tierra o el aluvión que se perdió en la memoria de los muertos y partió la roca en dos para darle la forma de una puerta. Esas rocas parecen una puerta sin paredes ni techo, donde debieron pasar no pocos monstruos, incluyendo al diablo, que se supone es el que tiene la llave y que se la pasa de mirón contemplado cómo caen los cuerpos de la decepción.

            Pero no solos los amantes llegaron a ese lugar a morir o a amar (se). La Puerta del Diablo se volvió el santuario de los escuadrones de la muerte durante la dictadura militar. Entonces, cuando los cuerpos desmembrados y decapitados caían al fondo de aquellos precipicios, la gente sabía que aquel nombre era una maldición, había dejado de ser el parque de los enamorados, era un cementerio clandestino —entendido como eufemismo pues todo mundo sabía que eso era un botadero de cadáveres.

            Desconozco el motivo que llevó al poeta Raúl Contreras (1896-1973) a llamarle Puerta del Diablo —esta atribución puede ser una ficción: lo popular alzado por la pluma del poeta— a un cerro que de todos modos tiene un nombre de narcocorrido “El Chulo”. El historiador Jorge Larde y Larín asegura que Chulo significa “lugar del fugitivo” o “lugar del desertor”.

            Con esos nombres y esas presencias el misterio se agranda. El suicidio es un acto de escape. Y los fugitivos no siempre han sido los ladrones.

            Todavía caen cuerpos en esos lugares. Panchimalco, el municipio a cuya jurisdicción pertenece La Puerta del Diablo, ha sido uno de los municipios más violentos de la post guerra. Además de preciarse de tener raíces ancestrales y unos cuantos brujos.

            Los amantes siguen llegando de la misma manera que los peligros, mirar desde la orilla de aquellos filos es una tentación en esta tierra de fugitivos. Quizá porque el amor es la puerta más endiablada y porque en este país tenemos la manía de bailar pegado con la Santa Muerte.


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