Los hombres que no amaban a las mujeres


No, no se trata de una coartada para hablar de los diez pasos mágicos que deben dar las mujeres para lograr que los hombres las amemos como ellas esperan. De sobra saben (ellas) que no se requiere de ningún paso para que se las ame aunque no siempre como lo esperan, son precisamente ellas las que dirigen el arbolito fragante, rechoncho y armonioso de la selección natural. El asunto tiene un giro no siempre comprendido: el asesinato.
Hay algo en la novela de Larsson que los centroamericanos podríamos comprender muy bien: la impunidad de los asesinos. Sabemos de sobra que la buena literatura siempre será un desenfadado grito de impotencia. El endiablado laberinto que suele respirar el cerebro del criminal jamás tiene respuestas acabadas. “El crimen” de Larsson está representado en un orden que sólo se encuentra en las sociedades que subsisten a partir de los registros. Y ahí está la diferencia con nuestro mundo de la cintura continental, tan linda y juguetona, sexi y amable, intimidatoria sobre todo.
De niños perdimos las fotografías familiares en aquellos mesones hediondos a meados y caca cuando llegaron los escuadrones a por nuestras cabecitas, pero la mayoría no tuvo ni siquiera esa suerte pues el pasado era una imagen que debíamos borrar con el hambre: ¿Fotos? A los dieciocho años, en la cédula de identidad o en el archivo de la policía.
Ir en busca de la fotografía de un aldeano común de hace cuarenta o cincuenta años siempre será una proeza de la medicina forense: las fotos de los comunes hombres de nuestro pasado suelen estar en álbumes de la sala de autopsia donde es imposible saber si lo que está en la bandeja es el resabio de un misterio o la grosería de un demente que insiste en hablarnos de los estómagos putrefactos y las lesiones que provocan la muerte. “Lo nuestro” es una bofetada hirviendo en el aire: lo desconocido. Así son nuestros muertos.
Jamás sabremos los nombres, las cifras, ni beberemos café en las salas donde todavía truenan las patas de la mecedora de la vieja loca que espera al hijo amado que quedó en volver a las cinco de la tarde, pero de hace cuarenta o treinta años, cuando no había devedés ni Estados Unidos tenía un presidente bronceado por las escupidas de fuego de un sol africano que alucina por los diamantes de sangre.
No hay registros, carnales, es la neta. Tampoco la vieja los tiene, salvo en ese ramaje de neuronas anémicas y esperpénticas donde el ausente suele jugar con viejos muñequitos de porcelana y aluminio, donde se escucha la vocecita chillona: ¡Ya, dejá de joder!
Quizá en el poder del registro de los eventos se encuentre la gran diferencia de nuestras sociedades centroamericanas y las nórdicas, y por tanto la arquitectura de su literatura negra, que por momentos a uno le sabe a nieve derretida y a monedas de plástico en el momento que soñamos con descubrir una mina de oro bajo el escusado.
Pero las mujeres asesinadas son iguales, esenciales, tiernas. El orden occidental supone, de alguna manera, un orden en el crimen, una inteligencia especial. De ahí que las páginas escritas por Larsson se sostengan en un orden estético que refleja la costumbre de una sociedad que todavía tiene en el museo la carta de despedida de la reina o el frasco donde se preparó el veneno para matar al duque, el nombre de los estudiantes y maestros que participaron en el desfile de año nuevo, el registro del hotel de paso. Esos son los elementos que simulan el entramado de un mundo en el que, a pesar de todo, se vive en una clase de impunidad.
Los asesinos de Larsson son individuos alejados de las grandes masas, son escogidos de entre las muchedumbres para jugar un rol en el medio de situaciones que aparentan tranquilidad. En ese mundo no puede haber epidemia de criminales. Esa es, quizá, la otra gran diferencia con los personajes que caben en la novela negra de Centroamérica.
Nuestros asesinos tropicales no suelen ser endemoniadamente inteligentes, ni tener esos rasgos que precisan la acupuntura de un suspense que nos invita a peregrinar en los recovecos del documento, el hallazgo de la evidencia remota, no, nuestros asesinos son angelicalmente mediocres, estúpidos, atípicos devoradores de vidas si se les compara con la clásica novela negra del mundo occidental. Nuestros asesinos arden en una impunidad que se expresa en la falta de registros y en la punta de ametralladoras que se usan y transan con la misma facilidad y frecuencia que los teléfonos celulares. El hambre, la marginalidad y la pobreza extremas se respiran como la mierda en los mercados. Nuestros asesinos son cientos, o quizá miles, se reproducen con la misma contundencia con la que la gente hace el amor.
La epidemia es pues nuestro índice de mortalidad por violencia, nuestro desprecio generalizado por la vida, nuestro acomodo a las circunstancias tan duras y poco creíbles, cuando no las vives a diario. Nuestro destino es ese: algo hay en este mar de asesinos, la materia prima de nuestra novela negra.
El pretexto es entonces apropiado para al menos mencionar el sentido del registro en la cabeza de los hombres y mujeres comunes que aman y odian, y que de una u otra manera deben surcar los interiores de las ciudades y dejar las huellas de sus malos olores y la imagen turbia de sus frustraciones.
Nuestra novela negra precisa ser magistralmente grosera, vomitiva, supurante, apestosa, porque la inteligencia de los personajes que mueren y matan a diario en nuestras esquinas, está circunscrita en un sitio donde el pasado está podrido: el basurero.
Nuestros barrios centroamericanos están distantes de las representaciones borgeanas, nuestro mundo tiene el vaho adormecedor de tardes sin promesas, sin pesquisas, sin sistema de hipótesis, sin el arte de la distracción, no necesitamos evidencias ni construcciones lógicas para levantar los muertos de la calle, necesitamos con mayor urgencia bolsas negras, cuchillos para médicos forenses y desinfectantes para las manos.
A lo mejor debamos comenzar a hablar de nuestros crímenes de la misma forma como los descubrimos, al momento de abrir la puerta de casa, de subir al autobús, de saltar encima de los muertos como si se tratara de cagadas de perro (¿lo somos además?).
Lo que hay en la obra literaria del fallecido escritor sueco Stieg Larsson, en su novela Los hombres que no amaban a las mujeres, es eso, la grandiosa posibilidad de comparar nuestros mundos, la inconsistencia severa de nuestros registros, la impunidad que nos sobra, la nieve que nos falta, las grandes posibilidades que tenemos de encontrarnos en la ficción literaria, el último instante de este reducto donde solemos irnos a dormir con el corazón en el bolsillo y una rosa roja y hermosa llena de espinas picantes sembrada en el culo, el asterisco donde se produce el registro efectivo contra la pérdida de la memoria.

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