Monsiváis, un ídolo a nado.

Chavela
Vargas supo expresar la desolación de las rancheras “con la radical desnudez
del blues”, escribió Monsiváis, de Agustín Lara dijo “las leyendas no mienten,
nada más dicen las verdades convenientes”, de Cantinflas, “orgiástico en el
andar y doctrinario en su movimiento facial”, de José Alfredo Jiménez, que de
“pronto, una canción ranchera es, por acuerdo de millones de personas, poesía popular”, de Dolores del Río “En
la rígida distribución de los roles de Hollywood, Dolores es la irrupción del
instinto o es la serenidad de la belleza”, de María Félix “alucinante,
inesperadamente tierna, despótica, lúcida, narcisista al punto de la
autofagia”.
Una
vida de espectador de la noche y de sus irrupciones cadenciosas, un cirujano
que nos arrastra con el corazón abierto en un viaje del que no quisiéramos
escapar, aun cuando estemos atrapados en la resonancia magnética que acompaña al resplandor de las
luces de la sirena policial.
Todos
pertenecemos a la madrugada, de alguna u otra manera, la despedida endurecida
por la ronda de la noche y la incesante búsqueda de la eterna juventud. Si Borges
estableció un arte a partir de la ambición absoluta de la lectura, Carlos
Monsiváis, además, fue el arte del vividor que lo devoró todo con un propósito:
establecer una condición absolutamente estética en ese regodeo llamado crónica
de los artefactos populares, anacrónicos, abominables para la orquesta
sinfónica y la ópera.
Esos
personajes mencionados —y que por supuesto no son los únicos— apenas encabezan
una lista de los que caminan desde lo personalísimo hasta esa maraña de
criaturas que no tienen rostro propio, porque lo cambian con cada ranchera, en
cada vaso de tequila, el teatro, la noche popular, la cursilería, el dandismo,
burdeles, salones, a la caída de la carpa del circo.
Al
terminar de leer la antología global “Los
ídolos a nado”, de Carlos Monsiváis, presentí que yo había vivido en la
década de los años 1940s, que pude haber sido un borracho vestido a lo Dámaso
Pérez Prado, un bandido, un oficinista, un bailarín, un obrero consumiendo mi
salario en un lupanar de mala muerte, simplemente un vividor. Encontré en esas crónicas,
una enorme ilusión (y alucinación) por el México que, con voluntad o sin ella,
nos trajo cada pieza de su angustia urbana a la región centroamericana, en ese
viaje en el que nuestro odio y amor por el otrora imperio de Iturbide, sigue en
el pie, como el balón de fútbol que nos arranca la ofensa descarnada y el grito
desgarrador al borde del llanto, con la misma fuerza que la ranchera de José
Alfredo nos eriza la piel.
Para
Monsiváis cada persona, cosa o acontecimiento, es un artefacto cuya utilidad es
siempre literaria, aunque para ello se oxigene en la leyenda urbana o en la
documentación histórica, en su impresionante capacidad de observación, fuentes
privilegiadas de la reinvención de su crónica. Ninguna preferencia hay en esas
fuentes, no para el cronista, que trabaja cada pieza con el pulso del orfebre
de la leyenda del Dorado, destruyendo,
al finalizar, el molde exclusivo que dio vida a cada artefacto, es así, porque
no discrimina, lo quiere todo, desde la tibieza de la luz del bombillo al
silencio que solo es posible cuando caemos vencidos por el sueño.
Por
momentos me he detenido dominado por la sensación de que sus textos van a
despegar del papel, como cuando habla de esa parte de carnalidad de esta
nuestra vida, ahí, aunque no esté hablando de cine, he visto pasar la imagen
refulgente del sábado por la noche, como un simulador, o, aunque no esté
hablando de rancheras, digamos más bien de la pose como diálogo con el mundo
que nos rodea, he escuchado la notas musicales en esas composiciones literarias
que conjugan frases tan exquisitas. Entonces caigo en la cuenta que nuestras
vidas también son pequeños artefactos de un museo que nunca cierra sus puertas,
y que gracias al delirio de Monsiváis, uno vuelve a enamorarse de las miserias
de la vida, que se dejan ver desde los agujeros de nuestra propia sombra.
Hacer
de la vida un arte. Esa expresión nos recuerda que hace muchísimos años “la
clave de la «estética popular» se halló en la confusión perenne entre lo que
daba gusto ver y lo que daba gusto sufrir”. Bien sabemos que él alude a la forma
no virtual de esa confusión, pero no excluye cualquier otra manifestación "futura" de la condición humana.
Las
redes sociales son hoy día el gran escenario de la “estética popular”, en la
que la visión de Monsiváis evidencia nuestra propia condición humana más allá
de la revolución de las ciencias aplicadas. La cursilería, el dandismo, el
circo, la religiosidad, el dolor, el miedo, la soledad, la muerte, la guerra, la
postal, la poesía, la música y todas las formas de la política, los sueños
derrotados y los que no; la gran mentira de lo que no somos o lo que nunca fue,
se confunden con ese material del que estamos hechos, no solo el abrigo al que
solemos llamar piel, sino a la invención del mundo que nos hacemos a tropezones
todos los días en el crepúsculo de nuestras cabezas.
No
necesitamos averiguar cuál es la verdad y cuál la mentira, ambos son términos
que no pueden separarse, responden a lo que somos, criaturas difusas de todo lo
que hacemos, aun cuando torpemente consideramos que somos certeros. Todavía no
nos podemos tocar en esas redes sociales, no como en el mundo del que nos habla
Monsiváis en la ciudad del los años treinta al cincuenta del siglo pasado, pero
sufrimos y vivimos con la misma intensidad, no importa el artefacto que
tengamos en mente al momento de postear en nuestros muros cualquier exageración.
Y he dicho todavía no podemos tocarnos, porque cuando se logre aplicar la ingeniería
genética a las comunicaciones virtuales, y en una sola gota de sangre quepa el universo, habrá alguna nueva forma en la que los
seres humanos se puedan tocar la piel que habitan, yo que sé.
¿Qué
tipo de artefacto es el propio Monsiváis? Un ídolo a nado también, y el más ambicioso,
vino a acompañarnos para decirnos que lo quería todo, absolutamente todo. Nos
demostró que por encima de esa marea de acontecimientos los seres humanos
casi siempre estamos solos con nuestras pesadillas.
La
gran pregunta que le robo es esta ¿De qué manera conserva su salud mental un
marginado? No lo sé, estimado Carlos, yo lo que quería decirte es gracias,
gracias por hacer que esta vida enferma se pueda explicar tan bellamente como
tú lo hiciste.