Quién tuviera unas monedas para el barquero


Era muy chico cuando vi por vez primera una cabeza humana tirada en una esquina del barrio donde vivía. Tenía el pelo engrasado, los ojos abiertos y los labios partidos. Nunca imaginé cuál podía ser el significado de aquel episodio.

Las cabezas fueron apareciendo con más frecuencia, a veces puestas en estacas a la orilla de los caminos. El mayor miedo acumulado en esos años transcurridos entre mi niñez y la adolescencia era el aparecer un día decapitado en la vía pública.

A pesar de los años de la guerra, siempre sostuve mis ambiciones más caras en la utopía de poder contar un día acerca de esas cabezas como algo remoto. Ahora me conmueve saber que la arquitectura del lugar donde nací es lo más parecido a un matadero municipal que abre sus instalaciones de madrugada.

He perdido la capacidad de utilizar el pretérito para los decapitados, la realidad pesa demasiado. En la cultura de la violencia salvadoreña la disección adquiere un significado para definir lo que somos sustancialmente.

Las puertas que abrimos día con día nos conducen por el sendero de la pulsión del odio y la autodestrucción colectiva. Necesitamos un Freud exclusivo para nosotros, no para curarnos, sino para ayudarnos a comprender qué clase de monstruos somos.

Un día escribí que para nosotros matar era un motivo de fiesta, debo corregirme, no nos ha bastado matar, en nosotros es imperativo destruir las formas, como si en ese proceso criminal se generara la necesidad enfermiza de suplir el papel de los microorganismos que han de encargarse de degradar lo que una vez fue unidad de forma y estructura.

Uno de los grandes objetivos de la criminalística es observar y comprender los móviles ocultos del criminal serial. La criminalística conlleva un ejercicio de búsqueda e individualización a partir de ciertos y precisos caracteres que hacen que un individuo sea distinto a la comunidad donde habita, para luego sustentar que esas cualidades son las que le llevan a ser un criminal tipo.  

¿Cómo lograr semejante aplicación de las ciencias forenses si nos enfrentamos a una comunidad que se autodestruye de forma generalizada, que utiliza medios y formas de matar similares, en las que víctimas y victimarios tienden a confundirse?

Somos una sociedad cuyas características más sobresalientes son la mentira, cobardía, fanatismo, ignorancia, intolerancia, religiosidad mecanizada, carente de sublimidad, superficial, enferma a toda prueba; somos una sociedad minusválida, incapaz de reaccionar ante semejante poder de destrucción por ello es que terminamos sometidos a lo único que tenemos a mano: el miedo y la venganza.

Alcanzar la paz interior en un mundo donde matar ya no es suficiente, donde la mutilación es parte de la cultura de la violencia más fiera, donde todos en un momento dado podríamos cortarle la cabeza y las extremidades a otro ser humano, probablemente haya encontrado su tope.

Quizá este mar de decapitados evidencian que todo lo que somos es decadente y de que, con lágrimas o sin ellas, no hemos encontrado otro mecanismo más razonable que el de la autodestrucción.

En la ocultación de los muertos en cementerios clandestinos, o en la separación de las partes del cuerpo, hay un intento por asesinar el duelo. Cuando una comunidad no se satisface a sí misma con el solo matar es porque sus valores esenciales, si es que una vez los tuvo, han muerto ya.

El fanatismo religioso es más dañino de lo que supone en su discurso de supremacía divina. Si fuera posible empeñar la paz social en la fe cristiana, El Salvador sería uno de los países más pacíficos del planeta dada su cantidad insoportable de iglesias cristianas y toda clase de mercaderes de la fe. Pero no es así, la religiosidad confirma la esquizofrenia de los salvadoreños: todos los asesinos son cristianos al tenor de su confesión de parte.

Somos un país con calendario que se lee en la segunda década del siglo XXI, pero cuyos habitantes sostienen una psicología propia de la fase más oscura de la Edad Media.

Y sin embargo, como algo que no puede ser más que estúpido, ciertos artistas nos resistimos a dejar que esa barbaridad nos haga sus cómplices, preferimos asumir que es posible que la flor llegue a nacer un día entre la mierda, así sea en la utopía de los jardines del manicomio donde nos sentimos atrapados ante la miseria de no tener una respuesta para el delirio que nos consume.

Si al menos Freud pudiera estar aquí, los pájaros congelados no tendrían que simular estar sordos y yo podría escribir el rocanrol que le prometí a esta región del mundo; podría ver a nuestro entrañable Medardo montar su caballo y celebrar las cosechas de maíz, sabemos que no podrá cruzar el Hades porque no tiene cabeza donde se debió colocar las monedas del barquero Caronte; nosotros también estamos condenados a seguir en este inframundo, cien años al menos. 

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