Entre Marilyn Monroe y la revolución (fragmento)
La fiesta inolvidable
A las cinco de la
tarde comenzamos a escuchar los primeros silbadores. Los cohetes sonaban como
disparos de pistola veintidós. Es 24 de diciembre, hace frío y sólo estamos los
cuatro en el charral, no hay más que grillos y un radio National Panasonic donde Timo y el Peche escuchan una canción de
José Luis Perales que habla de un marinero y de la navidad (la música que la
radio de los militares utiliza para incitar las deserciones de guerrilleros, a
cambio de un plato de sopa caliente y unos supuestos mil colones por el fusil).
Está
decidido: no vamos a salir, nuestra navidad consistirá en dormir temprano,
enjutos y dentro de una montaña de vainas de frijol que son una delicia, lo
mejor que nos ofrece la vida a esas alturas de la historia. Mañana será 25 y la
guerra seguirá. No morir este día es el reto.
Timo
dice que hubiese sido mejor estar en la zona de los campamentos, al otro lado
del río, donde está el viejo Cirilo, Mafalda y Orlando Carabina, los tres jefes
del mando conjunto del Frente Occidental Feliciano Ama, al menos allá habrá un
poco de música y además está la mayoría de compañeros, y Vilmita, el amor de
sus amores, y una tunca mofletuda a la que van a pasar por las armas para
hacerla chicharrón. El Peche dice que cada vez que escucha esa canción le dan
ganas de llorar, pero es mentira, sólo está bromeando, aunque sí le recuerda
sus días en la Brigada Rafael Arce Zablah, las unidades militares regulares de
entonces, cuando hacían fiestas en los pueblos controlados por la guerrilla donde
las muchachas se desvivían por los elegantes guerrilleros del ERP, que meneaban
el esqueleto al compás de la música de la banda Torogoces de Morazán. Ahora no
podemos ni controlar nuestros líquidos seminales. Pobre Peche, le pones un
calzón a un chirivisco, se enamora y eyacula en menos de diez segundos.
Amado
es el más sereno de todos, está de pie, fumando un cigarro Delta, sin el equipo
ni el fusil, mirando a través de los matojos las lucecitas de los candiles o
los focos de las casas que comienzan a tiritar, agarrándose como siempre la
bolas. Amado hizo honor a su nombre: era un guerrillero histriónicamente
sexualizado, todos sus argumentos o apreciaciones estaban acompañadas de un
estirón de huevos o una flamante caricia en su pene, el cual siempre estaba
acomodado de tal forma que no pasara desapercibido por nadie. Acaba de
recordarle al Peche los días que éste se levantaba a mitad de la noche, se
metía en la champa de alguna guerrillera, le hacía el amor (eufemismo del sexo
tigre en el que se rompen las bragas con la técnica del comando) mientras ella
se hacía la dormida durante los treinta segundos que duraba el desahogo de sus
penas. Por eso es que siempre pedía hojas de afeitar, aunque no le salía ni un
pelo en la barbilla.
El
Peche no pierde tiempo y le recuerda a Amado su manía de bañarse desnudo frente
a las compañeras del campamento, no sin antes hacerse un masaje en “el arma”,
así, mientras ellas lo ven, con o sin disimulo, piensan que Amado lo tiene más
grande que todos los demás guerrilleros. Cada quién es dueño de su mañas. Amado
es un “degenerado sexual”, como su máximo comandante, Joaquín Villalobos, que
se despachó a todas las mujeres de la dirección del ERP, a dos que tres de la
CIA, igual tanto de la agencia de inteligencia del Reino Unido MI6, otras del
PT de Brasil, hasta que se casó con su Mata Hari de la TV salvadoreña.
Yo hablo poco pero
me estoy mordiendo por dentro. Extraño tantas cosas y tengo ganas de salir
corriendo. Para entonces todavía no me había olvidado de una novia que dejé en
el pueblo de mis abuelos, un recuerdo tonto, porque estaba seguro que jamás la
volvería a ver, como en efecto sucedió. Un guerrillero a esas alturas de la
vida no es un héroe, ni Robin Hood ni el Zorro, es una pequeña mancha que se
esconde entre los montes, tan insignificante que después de muerto nadie lo
recordará (ni vivo tampoco).
Dos
días antes estuve a punto de que me mataran y sin posibilidad de disparar un
solo tiro. Timo y el Peche habían salido vestidos de civil a dar una ronda por
el caserío Las Flores, nos quedamos Amado y yo, con cuatro mochilas, cuatro
fusiles, cuatro equipos, cuatro bolsos y no sé qué mierdas más. Ahí estábamos
cuando un colaborador nos aviso que en nuestra dirección venía una compañía de
soldados. Entre las ramas vimos que avanzaba la tropa enemiga, más de cien
hombres. Amado se apostó y yo me tercié los tres fusiles restantes, incluyendo
un G-3 que andaba el Peche, me puse los tres equipos con munición y las tres
mochilas. La idea era llevar esas cosas hasta donde los compañeros o
esconderlas para no perderlas a la hora que nos reventaran a cuetazos. Bajé por
una veredita con aquellos bultos que no me dejaban ver hacia adelante, entonces
escuché el ruido de los solados tras las cañas de zacate. Ya me había metido
varios metros a la explanada, cuando el viento movió las espigas los vi a unos cuatro
o cinco metros. Me quedé quieto y helado, no podía hacer ningún movimiento, ni
podía tirar la carga pues la misión era salvar las armas, desde ahí comencé a
regresar al lugar de origen con los pertrechos encima, caminando como cangrejo,
medio encorvado y mirando las espaldas de los soldados enemigos, hasta que topé
de nuevo con Amado y nos resignamos a no sé qué futuro no muy lejano.
Los
soldados se desviaron a pocos metros. Si yo hubiese bajado un minuto antes me
hubieran capturado sin necesidad de disparar, unas cuantas patadas les hubiera
bastado para hacerme caer. Tres horas después había envejecido mínimo cinco
años.
De
eso me estaba acordando, de la manera fea que moríamos en esos días, cuando
comenzamos a escuchar los tambores de la música de Los Sepultureros, un grupo mexicano de música popular que cantaba La señorita Cumbia, la música que los
lugareños escuchaban para Navidad.
—No seamos
pendejos, vamos a bailar —dijo Amado. La mirada de interrogación que le
entregué fue suficiente para que me explicara: —Enterremos los fusiles, nos
llevamos las granadas y las dos armas cortas —se apretó las bolas, se jaló el
pene y se llevó los dedos a la nariz.
Los
ojos del Peche comenzaron a brillar como luciérnagas y Timo se puso de pie, le
dio volumen al radio y comenzó a bailar un sobaqueado supernatural. Estaba
claro: yo era el emplazado, el más cuadrado de todos. Hay cosas que no las
pueden explicar los manuales ni las ceremonias insustanciales de los comisarios
políticos, porque hay días que el hombre animal quiere vivir aunque en ello se
le vaya la vida.
Me
puse de pie y abrí la mochila. En esos días tenía una camisa a cuadros de color
azul, como de vaquero, que usaba para cuando salíamos a explorar disfrazados de
pobladores. Sin decir nada, la saqué y después de quitarme la guerrera verde
olivo me la puse. Los compañeros hicieron lo mismo pues todos teníamos una
camisa similar para los momentos en los que nos infiltrábamos en la población.
El Peche y yo no teníamos pantalón de civil, sólo verde olivo de macártur, él
se quitó las ataderas y bajó las mangas de los pantalones hasta la orilla de la
suela de las botas.
Amado
y Timo se llevaron las armas cortas y el Peche y yo nos metimos una granada de
cantarito en cada uno en las bolsas laterales de nuestros pantalones comandos.
—A
ver cómo pinta —dijo el Peche.
No había oscurecido cuando comenzamos
a salir del monte. Nos fuimos por la calle de la hacienda Los Apoyos, de ahí
avanzamos un buen trecho, tres o cuatro kilómetros y llegamos a un pequeño
caserío llamado La Laguneta ,
el más grande de las planicies que lindan con el río Lempa.
La
fiesta era en la escuela y había mucha gente. Nos acercamos, hicimos un
reconocimiento desde la oscuridad para cerciorarnos que no había soldados en la
zona. Todo estaba en orden.
La
música que se escuchaba en esos días era la de Aniceto Molina, Alma Tuneca, Fiebre Amarilla, Los Sepultureros,
pura cumbia. Es fácil comprender que nuestro aspecto no iba a pasar
desapercibido, llevábamos botas, dos de nosotros al menos, pantalones
militares, y los cuatro una cara de bandoleros con la que no podíamos.
Entramos
casi en cámara lenta, como si fuésemos Los Magníficos, fuimos de dos en dos a
los extremos de la pista y quince minutos después ya estaba batiéndome a patada
voladora en el centro de la pista de baile. La gente se apartó para hacer una
rueda, había un efecto simpático en una de mis piernas cuando zigzagueaba: el
bulto de la granada que me pegaba en la rodilla, si el seguro de la espoleta
hubiera estado desdoblado, no hubiera quedado mucho de mí, ni de la muchacha que
bailaba conmigo (se supone que la gente no se dio cuenta del pequeño detalle, a
no ser que alguien hubiese pensado que hasta ahí me llegaban las bolas).
Minutos
después los cuatro gatos estábamos bailando, sudados y olvidados que éramos
enemigos del gobierno, ilegales buscados cotidianamente por al menos dos
compañías de cazadores y que en caso de problemas no había más salida que el
portón principal que daba a la calle.
En
uno de los descansos conversamos con varias personas, las muchachas que bailaban
con nosotros nos miraban con ganas. No les costó mucho darse cuenta que éramos
intrusos y que teníamos algo sospechoso en el olor. No perdimos el tiempo y les
dijimos que éramos soldados del batallón Pipil de la Segunda Brigada de Infantería y
que habíamos decidido pasar la navidad en la zona. Las muchachas se
sorprendieron de que hubiésemos dejado la ciudad de Santa Ana, según el cuento,
para ir y pasar la nochebuena con ellos. Nos consideraron sus invitados
especiales y la cosa se puso caliente cuando la muchacha con la que bailaba el
Peche lo miraba con una sonrisa pícara en el momento que Alma Tuneca cantaba: Cuál foco, cuál foco, si esta noche no traje
el foco, y el guerrillero de la
BRAZ que se topaba a la trinchera como en los viejos tiempos.
Y
yo que me puse eléctrico con una bailada de desquiciado cuando pusieron Al Compás de Reloj de Bill Haley y sus Cometas, y la granada
que casi se me salía de la bolsa del pantalón y yo tirando patadas voladoras.
Fui el único que se quedó bailando pues los compañeros se fueron a descansar
por ahí en lo oscurito, a calentar la mano y el aliento con las muchachas.
Con
el viejo Bill Haley a mis oídos imaginé a esas niñas de vestidos de
color pastel, colitas y caritas de rock and roll, y los muchachos de chamarras
de cuero negro, cerré los ojos y comencé bajar moviendo las rodillas hacia los
lados, sacudiendo las manos como si tenía un ataque de epilepsia. Cuando me fui
de ahí bien lejos, pero súper lejos, donde no había guerra ni ninguna de sus
miserias, ni soldados ni balas, ni esos aviones encima, sentí la mano áspera en
mi hombro y la voz de Timo: Viene el enemigo, dijo y Bill Haley soltó la guitarra y
al abrir los ojos escuché el último tamborazo de la banda en el rostro.
No
tuve tiempo de hacer una despedida decorosa con la muchacha que bailaba
conmigo, pero sonreí con caballerosidad antes de salir mientras agarraba la
granada y alistaba la espoleta. Al Peche le fue peor: ya casi se llevaba la
muchacha y tuvo que dejar la conquista para otra noche menos ocupada. Amado
estaba en la entrada del portón, sereno, con el cuete cargado medio encubierto
en los pantalones y la camisa, los ojos afilados.
Una
niña fue la que dio el aviso. Cuando Amado bebía una cocacola le dijo: Ahí
vienen sus compañeros. Al asomar observó la primera patrulla de soldados por
una tienda. Quedamos en medio de una compañía enemiga cuando nos juntamos.
Caminamos
despacio, con las voces de las muchachas atrás de nosotros, un tanto extrañadas
de que nos fuéramos tan pronto. Amado, como siempre tranquilo, diciendo que no
fuéramos a correr que esa mierda le caía mal, y todos con aquella picazón en
la espalda, sintiendo que quien caminaba era un espíritu recién salido de un
cuerpo ametrallado. Tranquilos, decía, que al llegar al siguiente cerco nos
saliéramos de la calle, pero que nadie se fuera a correr, que esas eran
culeradas. Al pasar por la entrada de una casita vimos un grupo de soldados y
nosotros apenas con aquellas pistolitas y las dos granadas.
Sentí
que se me comenzó a dormir la planta de los pies cuando pasamos entre un grupo
de soldados que estaban en dos casas, divididos sólo por la calle angosta del
caserío, bebiendo y platicando. Las granadas iban sin seguro, y las pistolas
con tiro en recámara. Alguien saludo con distracción, un sargento, le dijimos
“feliz navidad” con un nudo en la garganta.
Pasaban
las doce de la noche y entre los alborotos de los cohetes y los
saludos de la gente y el hambre que sin duda andaban los soldados, logramos salir
sin haber podido probar un mísero pan con pollo. Amado quiso ser más
beligerante, se apartó unos metros y le dio un abrazo a un soldado. El muchacho
le respondió sin aspavientos, y nosotros con el trasero en las manos. “Para que
vean, que el enemigo es como nosotros, una abrazo le puede hacer las cosas
fáciles a uno”, dijo unos metros adelante.
Nos
metimos en la noche y dos horas después estábamos de nuevo en el monte,
sacando los trozos de plástico y las sábanas de las mochilas. Con el sudor en
la frente nos enterramos en un inmenso cerro de vainas secas de frijol, donde
acostumbrábamos a dormir en el verano para calentar el pellejo; así nos
olvidamos que era nochebuena. Hubo una luna bonita que nos consoló a raudales. El Peche se hizo una paja a diez metros de ahí, a la salud de la
muchacha que casi le invitó a quedarse en su rancho y a la de todas las que
había conocido y que tampoco estaban ahí.