Sinopsis de una pérfida constitucionalidad


La historia de la constitucionalidad salvadoreña no es otra que la historia de un racimo de golpes de Estado en la que fue surgiendo bajo réplicas, un modelo de control político basado en la legitimidad de un pequeño grupo oligárquico, acompañado fielmente por curas, milicos, terratenientes y grandes empresarios surgidos en la fantasmagórica “modernidad” salvadoreña.

Con la de declaratoria de la independencia llegó, en 1824, la primera constitución que rigió al conglomerado de fincas llamado República Federal de Centroamérica. Disuelta la federación se procede a promulgar, en 1841, la primera constitución de El Salvador.

Años después, mientras yacía en ciernes la clase que nos haría pedazos en el siglo XX, se promulgaron nuevas reformas en 1864 y 1868 (esta última con el objetivo de permitir la repetición presidencial de Francisco Dueñas). Bajo el esquema superficial de disputas entre conservadores y liberales (como se solía llamar a los piratas de aquel tiempo), Dueñas es derrocado en abril de 1971 por el mariscal Santiago González (guatemalteco), bajo cuyo gobierno se promulgó la constitución de 1872.

Dominado el territorio por la voracidad de esa clase de criollos, envuelta en un discurso de sentimentalismos baratos en favor de la propiedad privada terrateniente y la agricultura, se dictó el 15 de febrero de 1881 la Ley de Extinción de Comunidades y el 2 de marzo de 1882 la Ley de Extinción de Ejidos, leyes dirigidas a exterminar el modo de vida de nuestros ancestros y afianzar el modelo económico de esa clase que se hizo dueña, como parásita, de todo un país. Una piratería basada en la técnica jurídica y en el poder de los rifles y de una cultura dominante de corte eurocentrista, acompaña por pelotones de curas sargentones que manejaban bien el arte de conspirar bajo sotana y dominio de la tierra.

El presidente Rafael Zaldivar promulgó una nueva constitución en 1883. El tipo fue derrocado por Francisco Menéndez, quien abrió el camino a una Asamblea Constituyente. Así surge en 1886, la que sería considerada primera constitución salvadoreña con un perfil dominante desde la doctrina liberal. Se norma por vez primera el derecho del pueblo a la insurrección, asunto bastante superficial para aquel entonces en el que “pueblo” era una categoría destinada a los grupos que se disputaban el poder económico, en cuya definición no entraban los desposeídos, solo se permitía el mayor desacato del pueblo para destituir al presidente en funciones, cosa que evitaba el desgaste de los golpes de Estado patrocinados por la clase que buscaba un mecanismo de inspiración democrática burguesa. El pueblo, esa masa difusa de conciencias cuya crema y nata son los torrentes de manos que producen riqueza para otros, no derrocaron presidentes, ese juego de quitar y poner era potestad de ese grupo oligárquico que se autodenominó pueblo, y era para esa élite que se destinaba la insurrección. Sería ingenuo e inaudito suponer que un oligarca pensara en ceder un derecho como la insurrección a sus explotados y de paso lo plasmara en una constitución hecha por ellos mismos.

El golpe de Estado como mecanismo de funcionamiento del poder político se volvió consustancial con la forma de control de ciertas ramas del poder situadas en la órbita del gobierno. Presidentes llegaban y se iban con la rapidez de las revueltas organizadas en los cascos de las haciendas. El 2 de diciembre de 1931, fue derrocado el presidente Arturo Araujo (civil), en su lugar llegaría a la presidencia el general Maximiliano Hernández Martínez, autor intelectual de la mayor masacre contra indígenas en América Latina durante el siglo XX, acaecida durante varios meses desde enero de 1932. Para poder reelegirse, el general Hernández Martínez, promovió una constituyente y en 1939 se dictó una nueva constitución destinada a favorecer su permanencia en el gobierno. La constitución de 1886 era modificada superficialmente por una maniobra política más de cincuenta años después.

El general Maximiliano Hernández Martínez fue derrocado en 1944 por un alzamiento cívico militar, el proceso de su derrota abrió el camino a la así llamada “Revolución de 1948”, que no fue más que la consecución de la cultura del golpe de Estado. Bajo el mando provisional del general Salvador Castenada Castro se convocó a Asamblea Constituyente. En septiembre de 1950 fue aprobada una nueva constitución de corte intervencionista o social, como prefieren algunos expertos (desde el punto de vista de la teoría constitucional podría decirse que fue un documento fundacional de la nueva constitucionalidad salvadoreña).

Nuevos golpes de Estado tuvieron lugar en octubre de 1960 y enero de 1961. Se convoca a Asamblea Constituyente para aprobar nueva constitución. De ese proceso nació la constitución de 1962 (réplica de la de 1950, con algunas variables). Tiempo después, en 1979, volvió a producirse un nuevo golpe de Estado. El alza de criminalidad de Estado contra la sociedad civil que se produjo durante las llamadas “Juntas Revolucionarias de Gobierno” nos llevó al inevitable campo de la guerra rural a gran escala (la guerra urbana había sucedido durante los años 1970) que se abrió paso con la respuesta del pueblo organizado en la ofensiva guerrillera de enero de 1981.

Las tres constituciones fundamentales cuyas instituciones tocan fuertemente la realidad de El Salvador de este tiempo son: la de 1950 con la que nace de forma categórica el principio de supremacía constitucional, se mantiene la potestad judicial de inaplicabilidad y el proceso de amparo, se establece el hábeas corpus de forma independiente al amparo y se crea la acción ciudadana de inconstitucionalidad. La Corte Suprema de Justicia en pleno se constituye en el primer tribunal constitucional del país. A partir de esta Constitución se decreta, en 1960, la Ley de Procedimientos Constitucionales —vigente hoy día—. La segunda es la constitución de 1962 (clon de la anterior en la que no hay variación en el sistema de control constitucional) y la de 1983, esta última vigente y en cuyo edificio normativo se crea la Sala de lo Constitucional con sus competencias: control previo en caso de controversias del órgano Ejecutivo y Legislativo, inconstitucionalidad, amparo y hábeas corpus, en este último caso en competencia compartida con Cámaras de lo Penal que no residan en la ciudad capital. 

Esas constituciones fueron creadas por la extrema derecha en el poder, en lo que concierne a las de 1950 y 1962 bajo gobiernos de la dictadura militar y la tercera (en esquema de dictadura disfrazada en contubernios de grupos de poder), en el marco de la guerra contrainsurgente en la que se ve plasmada la alianza de la extrema derecha (a quien le fue asignada la presidencia de la Constituyente) y Democracia Cristiana (aliada de Estados Unidos, quien controla de manera directa la política nacional). En ningún proceso constituyente salvadoreño las fuerzas revolucionarias y progresistas han participado de forma decidida. 

Con la firma de los acuerdos políticos de Chapultepec en enero de 1992, la lucha armada librada por el FMLN y en especial con el proceso negociador que iniciara de manera irreversible en abril de 1990, las fuerzas revolucionarias y progresistas lograron incidir en un tipo de reformas constitucionales referentes al papel de la Fuerza Armada, a la organización y estructura del Órgano Judicial, respeto a los Derechos Humanos y aspectos concernientes al sistema democrático y de partidos y electoral en particular. No hubo ninguna reforma tendiente al modelo de control constitucional. Los mecanismos y las formas establecidas por la Constitución de 1983, quedaron intactos.

Los temas vinculados a la parte dogmática de la Constitución vigente no presentan problemas de fondo, la redacción, filosofía y derechos fundamentales reconocidos en la misma tienen vigencia normativa y coherencia con el derecho internacional. El problema fundamental de nuestra Constitución es la forma de organización que presenta el Estado y los controles constitucionales y sus vagos y dispersos instrumentos normativos que dan espacios fáciles para que una sala constitucional se vuelva operadora de coyunturas políticas. 

La Constitución de 1983 fue concebida a partir de una política de contrainsurgencia, no fue casual que en ella quedarán marginados los sectores revolucionarios y progresistas y que los roles de los militares y los mecanismos de control sirvieran a una dictadura que se arropaba en dos presidentes civiles controlados por la vorágine de la guerra contrainsurgente conducida por Estados Unidos. Ese artefacto fue el que tuvo como objeto el proceso negociador entre el guerrillero FMLN y el gobierno del partido ARENA presidido por Alfredo Cristiani bajo el auspicio del “Consenso de Washington”. 

La cultura jurídica salvadoreña precisa un código procesal constitucional, puesto que la ley en lo referente fue promulgada en 1960, siendo un cuerpo normativo obsoleto de fuentes dispersas, y la dispersión es precisamente una táctica de quienes dominan para prolongar la desgracia social. El tema es crucial puesto que al analizarse el proceso constitucional se alude, indefectiblemente a derechos fundamentales que en un momento dado la misma Sala pueda estar violentando con “sus excesos” consignados en sentencias poco amigables con el país en su conjunto.

La Corte Suprema y sus diversas salas, su concepción y funcionamiento corresponden esencialmente con una época histórica superada, siguió siendo lo mismo, salvo las reformas tendientes a los mecanismos de su elección. En tanto que la Sala de lo Constitucional opera bajo un mecanismo viciado de control sin control. El control constitucional debe tener un marco normativo preciso, un procedimiento claro e instituciones sólidas; eso no sucede en El Salvador, por eso se observa un actuar abusivo y descarado que raya en lo repugnante, en el actuar de una Sala de lo Constitucional que atropella y se escuda en discursos mediáticos poco atingentes a la función jurisdiccional. El país precisa de un tribunal supremo constitucional cuya filosofía no se encuentre viciada por el aparato burocrático de la Corte Suprema de Justicia.

El tema que debe comenzar a ocuparnos es el de una nueva constitución, en cuya redacción participen los sectores históricamente marginados, un documento que funde los significados de país y de nación (si es que la hay), que postule sin ambages un nuevo orden constitucional. Para ello es necesario ahondar en el tema, debatir, estudiar, generar una cultura constitucional que no riña con lo popular, que no se arrope en la élite, una que acerque y eduque a quienes conocen y a quienes no, una que revolucione en la mente de la gente lo sencillo y profundo que debe ser el conocimiento de la historia y la realidad política, una que hable con claridad, sin sofismas, una que responda al futuro y no al pasado.

La cultura política libera.
Berne Ayalá. 
Escritor, abogado y periodista





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