Arizona dreaming (fragmento)


Entre sus pechos morenos guardó, envuelto en un pañuelo de seda, quinientos diecisiete dólares y un par de coras. Quería llegar a ver cómo es que caminaban los gabachos, si de verdad metían tantas canciones al momento de hablar el español, si estaba bien hecha la cuenta de esa bandera que tenía tantas estrellas como se lo habían dicho y si era cierto que los negros eran tan negros del culo y tan bien armados como los pintaban en esas películas de bad boys que estaba aburrida de ver en la calle Rubén Darío.

Era de ojos llorosos y estómago regordete, vendedora de cedés y devedés ilegales, se llamaba Laura Magdalena Miraflores, mejor conocida como Fiona. No era puta, pero su trabajo lo hacía en la vía pública. Debía dejar a su pequeño país, tan lindo el hijueputa pedazo de tierra, chiquito pero matón, el paraíso de los piratas, que no ladra, pero muerde. Ella quería saber qué había más allá de la siguiente avenida pues lo único que conocía era esa bulliciosa calle, llena de delincuentes, vendedores y desempleados, enfermos y mendigos, de compradores compulsivos.

Sí, era la hora de dejar ese basurero. Se te llenó la cabeza de mierda con tanta película, le dijo su madre y agarró el caminito de todo mojado: la frontera.

Laura Magdalena estaba enterada de que por esos caminos mataban a las mujeres, porque tenían la mala suerte de ser mujeres, que las reventaban así porque sí, las enterraban en un santiamén y nunca las volvías a ver. Ella conocía el bajo mundo, estaba acostumbrada a que pelaran a la gente a dos metros del puesto de venta, a que todas las chicas de por esos lados fueran violadas bajo el nuevo orden mundial del derecho de pernada de la mafia, en ese lugar todas debían darle el primer polvo al dueño del barrio, así porque sí, darles su culito tierno al maldito usurero que tenía estrangulado el negocio de su madre, la frontera era igual, o peor porque estabas lejos de casa, del olor de tu barrio.

Ella tenía la decisión de cruzar la frontera a eso de las siete de la mañana, la primera vez en toda su vida que no estaría en la calle Rubén Darío vendiendo ositos de peluche, corazones de algodón, canastas de chocolate, tarjetas de Amor es…, canastitas con dulces, ni ninguna de las supercherías de los enamorados.

La mayoría de los policías de frontera estaban en estado de alerta debido a un comunicado de inteligencia recibido desde el Ministerio de Gobernación. En las carreteras controlaban a los que sin saber nada de aquello andaban libres para dejar su regalo de amor en un motel, apostados para emboscar a los conductores ebrios que ese día atestaban los moteles para echarse su polvo con la secretaria, o andarían repartiendo volantes donde se decía cómo comportarse en caso de beber en exceso.  

Sólo había dos autobuses en el control migratorio y unos cuantos automóviles. Hacía mucho calor y además necesitaba orinar, por eso fue que decidió bajar. Tres taiwaneses estaban al lado de un Mazda de color azul, observaban con ojos de avaricia sus cajas con mercancías mientras eran registrados por una patrulla de aduanas. En el asiento trasero estaba sentado un Winnie the Pooh, el osito maricón de sonrisa perversa. Ella lo vio y recordó la vez que el pastor de la iglesia ubicada al lado de su casa, le dijo que ya no vendiera esos osos amarillos porque estaba poseídos por el demonio. Muy cerca de los cables tensores del puente observó un par de cambistas de moneda, arriba de ellos estaba el rótulo grande de color verde que anuncia el final de El Salvador y el comienzo de Guatemala: Frontera de Las Chinamas, en una esquina dentro de un pequeño escudo: C-A4.

            Laura Magdalena no conocía más que el mercado de piratas donde comenzó a crecer, en el interior de una caja de cartón. Sus veintiséis años estaban llenos de pregones, humo de auto y de muy pocos amores. Todo lo suyo fue aquel sitio que poco a poco se fue llenando de películas, primero en VHS y luego en miles y miles de devedés, allí había conocido a Bruce Lee, Cantinflas, Sharon Stone, Michael Douglas, Denzel Washington, el Gato con Botas, Shrek, Anal Intensivo (volumen 5), y había visto cientos de veces a ese fiero león que anuncia el inicio del filme, mientras se hacía la pregunta de cómo habrían hecho para convencer al rey de la selva de que se sentara en esa ventana redonda para salir en la película. Gracias a la tecnología, y no a los libros, supo que su país vivió una guerra de doce años. También conoció las intimidades de la vida del legendario líder comunista fallecido en el mes de enero de ese año, Schafik Hándal, ocurrido luego de un viaje hecho a Bolivia para la toma de posesión del presidente Evo Morales. Mientras se celebraba el sepelio del legendario comunista, ella pudo vender varios cientos de devedés con el rostro de canas blancas en la portada. Los piratas habían podido compilar en tiempo récord más de dos horas de la vida del fallecido, inclusive, al siguiente día del sepelio ella vendió cerca de dos mil devedés donde se mostraban las imágenes de los actos fúnebres en el cementerio de Los Ilustres de San Salvador. El mes anterior había podido sembrar las bancas de su puesto de ventas de luces y de arbolitos de navidad, manzanas y uvas; después tirar la carpa y rellenar el espacio con cuadernos y libros escolares, juguetes, trajes de baño, tangas, bombillos chinos, canciones olvidadas, tambores de Taiwán, bicicletas de plástico, peluches falsos, trompetas imposibles de hacer sonar, ametralladoras con balas de goma, mochilas para la escuela, pantalones contrabandeados desde Guatemala y Panamá, cortaúñas, llaveros con lámpara incorporada, Godzilas de hule que gruñen y alumbran, tintes para el cabello, pelucas para mujeres de cincuenta años, brasieres de doble copa sin tirantes, medias blancas para las enfermeras del Seguro Social, corbatas para estudiantes de derecho, libros de salmos, calcetines de tres colores, celulares con videos pornos y de todo lo que un buen pirata debe ofrecer en el mundo.


            Cuando cumplió los veintiséis años, exactamente al momento que le llegó la primera regla de ese nuevo año, contó los ahorros y se buscó el coyote. Encontrarlo fue lo más fácil, había uno en cada esquina de la ciudad, esperando por esos seis mil quinientos dólares que todo aquel que deseara llegar al otro lado de las fronteras pudiera pagar.

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