La seducción de la mantis religiosa (fragmento)
El perro
El
perro fijó su atención en mí. Era un perro que miraba como mira un asesino. Se acercó
y después de meter su nariz en mis pantalones esperó a que yo me sentara para
poner sobre mi rodilla su cabezota de buey. Con aquel peso duro y apestoso
encima no supe si acariciarlo o apartarlo de un empujón. Su aspecto daba para
quedarse quieto un largo rato. La habitación olía a perro, era un olor a
alfombra húmeda y los sillones estaban inundados de pelos del animal. El hombre
gordo estaba sentado con las piernas estiradas sobre el sofá, como Nerón. Sus
piernas eran gruesas y blancas. Iba vestido con pantalones cortos y una
camiseta blanca. Dijo algo que no entendí —tenía la boca llena y una
hamburguesa McDonald en la mano—. Sobre la mesa estaban los envoltorios de otra
hamburguesa, pero no había nadie más con el hombre gordo que el perro. La
persona que me había abierto la puerta —un tipo moreno de cara tostada— se
había marchado en el instante que me dejó entrar. Imaginé que los restos de
comida no podían ser de él porque me había dado la impresión que era su
sirviente y es poco usual que un sirviente coma con su patrón y menos que le
deje las sobras sobre la mesa. El hombre gordo volvió a abrir la boca para
decirme algo, un pepinillo se vio saltar entre sus dientes y su lengua, su
barbilla estaba manchada de kétchup. Por fin su voz se impuso a su ansiedad
culinaria: No le tengás miedo, Ruperto no te va a morder.
Ruperto me pareció un nombre extraño
para un perro que instantes después vi beber agua del mismo vaso que su amo y
que de vez en cuando metía el hocico en un plato en el que había semillas de marañón,
donde también su amo metía las manos y se las llevaba insistentemente a la boca.
El hombre gordo fingía no ponerme atención, me dejó mirar las pinturas de su
habitación, la cerámica maya que estaba sobre su escritorio y una vitrina en la
que tenía una cantidad impresionante de barcos de guerra. Es la flota naval de
Estados Unidos que peleó la Batalla del Pacífico durante la Segunda Guerra
Mundial, replicada en todos sus detalles, explicó. Están lindos, dije mirando
los barquitos. Miles de japoneses murieron gracias a esa maquinaria, me aseguró
con aparente desgano. Me aparté de la vitrina y le dirigí la mirada. Es cierto
que escribís, preguntó. Asentí. Y qué escribís. Novelas, dije con orgullo. Vi
en su rostro un gesto de desavenencia hacia mi respuesta. No leo novelas ni
libros sobre espionaje. Seguidamente preguntó por qué escribía novelas si había
tantas cosas interesantes sobre las cuales escribir. Su voz era tan convincente
que me puso en qué pensar. No supe responder en ese momento.
Algunos
desgraciados creemos que escribir novelas es la cosa más extraordinaria que
pueda haber, todo lo imaginamos a través del lente novelesco. A mí, que pretendía hacerme de un secreto para
escribirlo, poco me importaba escuchar los argumentos del hombre gordo, podía
aguantarlo con parsimonia, de todas maneras sus opiniones me parecieron
inofensivas. Llevaba casi diez años buscando a ese hombre y no iba a echar a
perder el encuentro por contrariarlo en un tema irrelevante. La primera vez que
supe de él había sido en una revista de National Geographic, leí unos artículos
en los que se le citaba con frecuencia, se identificaba como un experto en
antigüedades mayas. Lo busqué desde entonces, aunque debo decir que no con
tanta insistencia y no con suficiente claridad. Lo encontré de casualidad,
estando en compañía de un amigo y al detenerme en una nota de prensa que
hablaba sobre el asesinato de seis sacerdotes jesuitas —hecho sucedido durante
la guerra civil—, según la nota de prensa, en España se iniciaba un proceso contra
varios militares acusados del crimen. Mi amigo me había dicho: “Yo conozco al
que investigó el caso, sabe todo lo que pasó ahí con esos curas y cómo los
mataron”. Entonces me di cuenta que era
la misma persona que yo había buscado desde que me interesé por las carreras de
motocicletas y las antigüedades mayas, dos temas que en apariencia no tenían
ninguna relación, salvo porque el hombre gordo con quien yo estaba reunido
ahora, era experto en todos esos temas. Concerté la reunión sin muchas
complicaciones con la ayuda mi amigo; al parecer, el hombre gordo, recibía a
cualquiera que le buscara en su casa, no tenía reparos en recibir artistas,
militares, delincuentes, políticos, religiosos, les recibía a todos pues no
tenía escala de prioridades ni de valores, creo. Mi amigo le llamó por teléfono
y le dijo que yo era escritor y que quería conocerlo. Él aceptó darme una
entrevista y ahora estaba frente a él sin saber cómo iniciar nuestra
conversación. Aunque debo puntualizar: ese ambiente de nuestro encuentro
preliminar, su aspecto de emperador romano y aquel perro se volvieron las
claves para comenzar esta historia, y para entender su personaje, al cual tuve
que apegarme aunque no hubiese sido mi intención inicial.
Te gustan los perros, preguntó.
Nunca he tenido perros. Yo prefiero ver morir a un hombre que a un perro, éste
es el dueño de la casa, tocó la cola al animal, que en ese momento había mordido
algo que estaba bajo la mesa. Comprendí que no estaba bromeando y que si quería
entablar amistad con él debía asumir como inevitable compartir nuestras
sesiones con aquel animal asqueroso que acababa de ponerme una pelota llena de
saliva en las manos. Quiere jugar, dijo el hombre gordo. El perro aprisionaba
la pelota entre sus fauces. No te muerde, tenés que agarrarla y tirarla, me
dijo. De lo que puede uno ser capaz con tal de escribir una novela: Metí mi
mano en aquella cavidad tibia y babeante, el perro quitó la presión de la
pelota y se separó de mí moviendo la cola y mirando hacia la cochera y hacia la
pelota. Comprendí que ese animal odioso y enorme quería jugar. Con la intención
de quitármelo de encima lancé la pelota lo más lejos que pude y me dirigí hacia
el hombre gordo. Le caíste bien, me dijo. Sonreí forzadamente. El perro regresó
en unos instantes y volvió a poner su hocico vaporoso sobre mi regazo. Volví a
meter mi mano en su hocico y lancé la pelota. No recuerdo cuántas veces realicé
aquella maniobra, mientras el hombre gordo me explicaba detalles de la
inteligencia de los perros y del por qué él prefería a los perros que a los
humanos.
Qué diablos estaba haciendo yo ahí,
escuchando hablar de perros y metiendo insistentemente mi mano en el hocico de
un animal que miraba tan feo, era el precio que debía pagar para hacerme de sus
secretos. Yo quería hablar de su vida, de motocicletas y de antigüedades mayas,
no de perros. Cada vez que salgo del país, me dijo, cuando regreso, tengo que
traerle algo de comer, o algún juguete, sabe que cuando me ausento varios días
no puedo llegar con las manos vacías, cuando se me olvida traerle algo le digo
a Alfredo —su sirviente— que le compre una hamburguesa y disimuladamente la
pongo dentro de la maleta y luego le digo que busque, las saca y se la come, él
sabe que se me olvidó pero se conforma con la hamburguesa; en Navidad, cuando
oye la quema de pólvora se mete debajo de las almohadas y ahí se queda toda la
noche, le tiene miedo a las explosiones; un día llegó una mujer elegante,
quería que aceptara una tarjeta de crédito, le di todos los datos que me pidió
y cuando me dijo que firmara, le dije que mi apoderado era el que firmaba, se
llama Ruperto, le dije, y cuando le señale al perro creyó que estaba bromeando,
se fue muy molesta.
Insistió en invitarme a probar sus
semillas de marañón, de las que comía él y aquel animal despreciable. Me
resistí a hacerlo durante un rato, mientras le escuchaba hablar de los perros
con detalles abundantes y pasión desbordante.
Cada vez que metía las manos en el azafate para sacar semillas al igual
que su perro lo hacía con el hocico, me lanzaba una mirada que me ponía
nervioso. En ese momento recordé la recomendación de mi amigo: Cuando llegués a
su casa no hablés mucho, poné atención a lo que te dice, escuchalo, a él le
gusta que le escuchen, y no le vayas a hacer ningún desprecio al perro, ese
perro es como su hijo, si tenés que besar al perro pues ni modo, cada vez que
te pregunte algo o te invite a entrar en un tema es porque te quiere estudiar,
no te preocupés por darle tus opiniones ni por impresionarlo, a él ya no le
impresiona nada de este mundo, cuando de verdad quiera escucharte te va a
preguntar y vas comprender que no está bromeando en la forma que te mira y
puede que te invite a comer fuera de su casa. De modo, pensé, que con esa mirada
me está estudiando, para ver si soy capaz de meter mis manos en ese asqueroso
plato y comer de esas semillas llenas de baba de su perro, o si seré capaz de
besarlo. Es lo que quiere, me dije, para ver hasta dónde soy capaz, hasta dónde
puede confiar en mí. Hice un leve movimiento en dirección del plato, entonces
él habló: En aquel escritorio hay un libro con la pasta de color verde, tráelo.
Su voz era imponente pero no alterada. De modo que yo me comporté como un
miserable sirviente, caminé hacia el escritorio y después de mirar sobre un
desorden de papeles vi el libro que al parecer él quería que le alcanzara.
Después de darle el libro me senté a esperar.
El
hombre gordo abrió el libro y se puso a leer sin dejar de meter las manos en el
azafate de las semillas. El perro se fue a echar frente a un enorme ventilador
que estaba en el suelo. El hombre gordo hizo un alto a su lectura y me dio otra
orden: Encendé el ventilador, este no puede estar sin que le dé el viento, al
decirme aquello no despegó la vista del interior del libro. De modo que me
había dado otra orden que yo inusitadamente cumplí. Mi amigo también me había
hablado de su manía de dar órdenes. El enorme ventilador comenzó a azotar el
cuerpo de perro. De pronto el pelo del animal comenzó a desprenderse como la
nieve y me caía en la cara puesto que el animal estaba situado entre el
ventilador y yo. Varios de aquellos asquerosos pelos se me metieron en la boca,
con sumo cuidado me llevé una servilleta y los escupí, sentí que algunos se me
fueron hasta la garganta, por lo que no tuve más opción que tragármelos. En ese
instante, cuando saqué uno de aquellos pelos de la punta de mi lengua, me
percaté que el hombre gordo había cerrado el libro y me estaba observando.
No
deberías de escribir novelas, dijo. Entonces alcé el pecho, estiré la mano y la
metí dentro del plato y tomé varias semillas de marañón y me las llevé a la
boca. Una sensación repugnante me recorrió en abdomen, tenía las manos llenas
de baba desde el momento que tiré la pelota del perro, las semillas también
estaban húmedas. Asumí toda la indiferencia que me fue posible y comí como una
máquina, me abandoné al ruido del ventilador y confronté la mirada del hombre
gordo que me escrutaba con una risa tan oculta en su rostro, que solo pudo
haber habitado en algún lugar de su cerebro. Deberías de escribir historias,
todas las buenas historias son buenas novelas, me aseguró sin dejar de mirarme
a los ojos con aquella profundidad tan extraña, tan meditada y calculadora. Me
recosté en el sillón y mastiqué las semillas con elocuencia.
Todo
escritor tiene sus flancos débiles, me dije. Esa fue la primera vez que estuve
en su casa y ahí comenzamos esta aventura acerca de cómo matar en legal forma.