No importa el día: Heriberto Montano.





Berne Ayalá

Heriberto Montano era un poeta extraño: tenía un perfil de prócer, de risa en el exilio y de pausadas frecuencias mentales. Escribía con ternura sobre la mierda que vamos dejando en nuestro camino a la oficina, de las nalgas redondas de las mujeres como besos tirados al son de balas de cañón a las dos de la madrugada en el territorio de la guerra, de los mercados y los delantales, de las sobras del amor y de los tres mosqueteros.
Escribía partituras para solos de garganta en plena noche de invierno, pintaba garabatos y tenía una extraña vocación por hacer esculturas con pedazos rotos de caracol y de almas furibundas, además hizo una guerra involuntaria contra la estupidez que subyace en la facultad de derecho y en el peregrinar turbio de las ratas que anidan en la biblioteca.
Estudiaba el zigzag de la jodida y perversa historia de los militares y siempre me recordó que en el indio habitaba el alma rota de nuestro encuentro con el universo de las espadas y el salmo 91, que sin duda debería ser la oración a nuestra bandera agujereada por las balas.
Recuerdo su mirada frente al mar, cuando ya no podía mover sus manos y muy poco sus piernas, yo le acercaba la cuchara llena de mariscada con crema que tanto le gustaba y le limpiaba la boca como a un bebé, se bebía dos cervezas coronas que le sostenía para que las tragara con pajilla mientras hablábamos de una obra de arte que tenía metida en la cabeza.
Su voz fue perdiéndose en el aire como pequeño insecto arrastrado por la tarde, acercaba mi oído a su boca para interpretar lo que me decía, miraba sus ojos, y nunca lo vi triste ni melancólico, aún sabiendo que su muerte era como el dictado de una putísima sentencia de un juez tirano. Le contaba chistes hasta que un día sólo pudo reírse con los ojos pues dejó de mover la boca y el cuello. Aún así en el silencio de su ternura de poeta yo le hablaba de mujeres jóvenes y deliciosas criaturas bañadas en miel de abeja, con la esperanza de provocarle un infarto y dejarlo ir de una vez por todas.
El día de su entierro seguía pensando en eso, en todo eso, frente al agujero del cementerio, en la suculenta noche de los gusanos, y tuve mucho miedo, de encontrarme con su mirada y esa voz seca con la que me incitaba a devorar el mundo al hablarme de Rabelais.
Vencer el inapelable viento de la muerte que no vence de una vez sino en episodios, es obra de poetas, ahora tengo menos miedo, me acompaña el palpitar del corazón de un viejo amigo que suele venir a deleitarme con su música desde la constelación enamorada de unos versos alocados por la vida que tanto degustamos, esa vida que aún cuando suele ser amarga, la adoramos como a las cervezas.
Os dejo con estas piezas del poeta Heriberto Montano, que fueron tomadas del poemario Ritual del olvido profundo:
II
Yo he perdido la palabra inicial para decir amor
Y subo al autobús para encontrar mi soledad
Mi soledad como un saurio escamoso y verde
Que florece en las calles de San Salvador

San Salvador es la capital de mi insolación
Pegada a la piel siento su calor de matrona semidesnuda
Su cemento a punto de resquebrajarse
Su seca respiración en mil alientos
Su vehemencia de mujer sorda y enamorada
Su angustia transitada por los pies desesperados

¿Has caminado sobre los canastos del Mercado Central?
La fragancia enemiga los ornamentos fatales
Las palabras floridas
El multicolor amontonamiento de patria y libertad
Y las muchachitas aún
Púberes hermosas
Como nubes que insinúan
Labios de promesas infantiles y peligrosas
Y el paso de un viento sibilante libidinoso

V
Los pecados abruman por su insolencia
Y la pesadez de la cabeza baja la erección
¿Quién puede copular con esta linda mujer
Si el lindo trasero se para sobre pies tan pequeñines
Y la posición nacional se vuelve tan precaria?
 



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