El Aguado Pacheco: imaginando a Mick Jagger jugando al fútbol
Escribí
este texto hace algunos años, luego de haber conversado con el
artista del fútbol, El Pacheco Aguado, ahora que hace el viaje al
otro lado del río lo traigo a cuenta:
Nació
en el barrio San Rafael en 1956, pero, para variar, se crió en el
barrio La Cruz, el mismo del que nos habla el poeta Roque Dalton en
su Poema de amor. Tenía siete años cuando comenzaron a gustarle las
pelotas y su más grande ídolo salvadoreño del fútbol fue Alfredo
Edgardo Erazo, el Tajaniche.
Su
figura elástica de piernas largas y flacas lo convertirán en uno de
los mejores armadores de la liga mayor. La historia comenzará a
virar su timón cuando aquel muchacho de quiebre habilidoso, entre a
las ligas menores de la bohemia. El ron y la cerveza serán sus
mejores aliados, aunque al principio parecerá rechazarlos.
Su
nombre será puesto en la lista de los probables integrantes de la
representación nacional de fútbol, pero un directivo dirá con voz
de juez que Chepe Gil no podrá ingresar a la selecta pues aquello no
es una cantina.
El
Aguado Pacheco aprecia los lejanos años no con resentimiento, sino
con una sonrisa generosa, la misma con la que suele tocar su drama.
Ese hombre no conoce la maldad, el descuido sí pues ya se ha dicho
que es bohemio en estado puro.
El
cruce con el Mágico
En
el año 1975 será apenas un monaguillo que esperará en la banca
para ser llamado a jugar su primer partido con el equipo de primera
división del FAS. El grupo contrincante, ANTEL, tendrá en su
planilla a otro demonio: Jorge el Mágico González.
El
azar se encargará de que ellos no se enfrenten, sólo el Mágico
será llamado a debutar, mientras Chepe Gil esperará en la banca de
palo, deseando tocarle los cabellos al tigre. El Aguado Pacheco se
quedará por un tiempo en el FAS, zigzagueando como un guerrero para
evitar ser derribado.
Una
pausa oscura en el norte
Dejará
el fútbol por un tiempo cuando decida ir en busca del sueño
americano. La universidad de Machias, en el estado de Maine, lo
recibirá gracias a una beca proporcionada por la iglesia Bautista.
Los negocios y el idioma alumbrarán al final del túnel, el muchacho
se perfilará como un genio.
No
terminará su carrera. La enfermedad y muerte repentina de su madre
lo obligarán a regresar a la patria. Ella será su amor
sacrificante, la que nunca creerá que el muchacho pueda vivir un día
del fútbol, y lo traerá a casa.
La
vida lo llevará de nuevo a Estados Unidos a finales de 1977. La
ciudad de Los Ángeles, en el estado de California, le quitará lo
más preciado: Tuti, la mujer que fue el amor de sus amores. Motivo
suficiente para que busque desesperadamente el regocijo de la
insatisfacción existencial.
Allá
lo atraparán las serpientes de la marihuana, que en sus largos y
huesudos dedos se volverán las inseparables hermanas del ron y la
cerveza. Momento clave que romperá sus huesos, lo hará añicos y lo
desbordará por los senderos oscuros y solitarios de las madrugadas.
Ese
país que huele a dólar y sabe a sangre, el único en el mundo que
al parecer no tiene nombre, pero que conocemos como Estados Unidos,
le triturará la carne y le sacudirá el alma.
Pero
el norte no será el lugar que abrigará las tormentas del poeta de
la cancha, sólo las alimentará. El bohemio buscará entonces lo más
preciado: los aplausos y gritos de su gente cuando vuelva a poner el
balón en la frontera del misterio.
Regreso
sin gloria
El
hombre no volverá a ser el mismo a su regreso, él tiene ahora la
mejor prueba: una vida donde las ambiciones más caras quedaron
ocultas en el culo de las botellas que sin número le atravesaron a
punzadas el pecho cuando con su lengua les exprimió el sabor.
La
pasión por el fútbol volverá a atraparlo, al fin de cuentas es por
lo que ha venido a este planeta retorcido. Entrará al 11 Lobos.
Nunca cumplirá con los horarios de entreno y en algunas ocasiones
dejará caer su vómito goyesco sobre el cuerpo de sus compañeros.
No
pagará las multas impuestas por las indisciplinas, salvo con el
precio de las piernas flacas de un Mick Jagger que le canta a los
ángeles caídos sobre ese cielo que no es azul ni lejano: la cancha.
Recuerda
hoy, en esta pupusería donde hemos conversado largamente, que los
temblores y los dolores de cabeza se le volvieron cotidianos. Sin
embargo, pesa más la pasión del gitano, que la rigidez del
entrenamiento o la ambición por lo material.
Chamba
Ramírez “Teto”, un santaneco que cuando habla de deportes tiene
el timbre de las enciclopedias, me ha dicho con solvencia manifiesta:
“Chepe Gil no tuvo nada que envidiarle al Mágico”.
Al
Mágico lo podemos ver en los filmes y en los recuerdos del
Valladolid y el Cádiz, al otro, al bohemio roto de la calle, en
recortes de viejos periódicos y en la memoria de los amantes del
fútbol de aquellos tiempos, un tiempo que se nos deshace en las
manos como la hojarasca en el invierno.
Anda
por ahí, he tenido el honor de verlo y escuchar su voz macilenta que
entona a perfección con las facciones corporales de un gitano en do
mayor.
Cuando
no había televisión ni fotografía, los poetas cantaban las hazañas
de los héroes. Con una palabra precisa bastaba para recordarlos a
pesar del paso inevitable de los siglos.
Se
lo verá a punto de caer, doblando el cuerpo a cualquier lado, sin
quebrarse y sin tocar la grama, la masa decidirá llamarle El Aguado.
¡Qué paradoja! El hombre que se retorcerá en la cancha también
será el aguado que caerá en las esquinas de la ciudad que le vio
nacer con un libro de lecciones sobre la filosofía del fracaso. Un
Papalote, similar al del héroe que nos canta el poeta cubano Silvio
Rodríguez.
El
fútbol es como el rocanrol
Iniciados
los años ochenta, en plena guerra civil, Chepe Gil será un muchacho
al que el padre jesuita José María Gondra mimará como a un ahijado
en el equipo de primera división de la UCA.
Él
padre Ellacuría no estará interesado en el fútbol: cuando los
jóvenes estudiantes le soliciten apoyo financiero para el equipo,
les responderá que la UCA no preparará futbolistas sino
profesionales académicos.
Será
el padre Gondra quien acompañará al equipo, y en especial al joven
Chepe Gil, en esa aventura por la que algunos comenzarán a dejar de
tener esperanzas.
Todos
los lunes llegará a pedirle los cincuenta colones de viáticos para
quitarse la goya. El padre lo apoyará y cuando no pueda darle el
dinero le dará de beber a hurtadillas del mismo vino de la
eucaristía, y le recomendará un fiel descanso con la sonrisa
cómplice del que ve más allá del aliento.
“Chepe
Gil” o “El Aguado Pacheco” estudiará administración de
empresas en la UCA. Los que le recuerdan saben que fue genial para
los números y las operaciones lógicas, además de dominar el inglés
con acento prosódico.
Ahora
mismo tengo al frente esa inteligencia aquí, en la pupusería, en la
prontitud de sus respuestas, en la traducción de la canción de su
clan o en la precisión con la que analiza los hechos vividos, en la
honestidad con la que reconoce que la vida le dio dos cosas: un don
extraordinario para el fútbol y la condición para ser una tragedia,
en todo caso, a los ojos del mundo, un fracaso.
Se
quedará dormido junto a otro compañero estudiante, frente a las
oficinas administrativas de la UCA. No podrá inscribir materias pues
a mitad de la mañana los dos bohemios somnolientos espantarán las
moscas que les peinan el rostro, en los jardines abonados de los
jesuitas.
Para
elevar el entendimiento de las fórmulas matemáticas, me cuenta, se
entregará a tiempo completo a la marihuana y como se dirá en su
tiempo, será un experimentado Fu Manchú.
No
verá el título universitario, aunque sí el egreso de su carrera.
El alcohol comenzará a atraparlo desde muy adentro, desde donde uno
no sabe por quién es que doblarán las campanas cuando sean las seis
de la mañana.
De
nuevo el fútbol y otro golpe
En
1986 regresará al 11 Lobos, siempre en primera división, pero como
todos los aviones que alzan vuelo, el suyo entrará en una fuerte
turbulencia y comenzará a descender estrepitosamente.
Unos
cuantos partidos más sabrán de su precisión ofensiva en la segunda
división, lo demás serán partidos menores en el barrio donde él
se cobrará con una botella de Tic Tac y boca de paisaje.
Aquella
vieja canción de Led Zeppelin, Escalera al cielo, será el tema que
escuchará en la tercera llamada de la obra de teatro aún pendiente.
Un día deberá estar escrito en la loca historia de su vida junto a
la canción El Papalote, de Silvio Rodríguez, que cae, cae y cae.
Chepe
Gil llegará a tener lo que no muchos en una sola vida: el amor, la
bohemia, el fútbol, el éxodo, los jesuitas y el fracaso.
Algo
faltará para que su entuerto por fin alcance la sima más profunda:
su hermano menor, Melvin Roni Pacheco, oficial del ejército,
graduado en la Escuela Militar, caerá valientemente en combate en
las postrimerías de la guerra civil.
El
hermano caído será la última carta para doblarse definitivamente
como un trapo deshilado. Sin embargo, se ha dicho ya, los hombres
somos dioses cuando soñamos, el resto de la vida nos la pasamos
matando el tiempo con una escopeta recortada, o a lo sumo con el seco
estornudo de los pasos en falso.
Chepe
Gil Pacheco, el hombre que ahora comparte su vida conmigo y cuatro
pupusas de queso bañadas en salsa de tomate y repollo encurtido con
vinagre de Castilla, es una canción demasiado larga para que alguien
la pueda cantar en una sesión de baile.
Yo,
uno de los más torpes e ignorantes hombres en la materia difusa del
fútbol, he sentido a lo lejos los gritos de aquellos que me dicen al
oído: es cierto, ese hombre jugó con la brujería negra entre las
piernas y dios se tomaba el día libre para verlo.
La
indigencia de un hombre bueno
En
1993, muchos firmarán la paz, pero él apenas comenzará su guerra.
EL
distanciamiento con los hijos y la familia, la pérdida del trabajo y
la credibilidad lo enviarán directo a la calle, de donde no volverá
jamás.
Con
otros grandes futbolistas, como el Tajaniche Erazo, deambulará por
las madrugadas, tocando las puertas clandestinas para saciar una sed
que no cesa.
El
quiosco del parque Menéndez, en su ciudad natal, será su cuarto, su
cama, su respiro, durante muchos meses; los gatos y los perros se
echarán a su lado y lo mirarán con los ojos marchitos de aquella
flor que destripó con sus manos.
Me
dice ahora, con voz tranquila, que a él el ron no le gusta,
simplemente lo adora. Lleva un año de no beber, pero no está seguro
de nada. ¿Quién sabe cuándo morirá?
Ahora,
cambiando la conjugación del verbo, debe presentarse entre las seis
de la tarde y las ocho treinta de la noche al hogar para indigentes
donde, por cuarenta centavos, recibe una cama limpia, agua para lavar
ropa y bañarse, y derecho a ver televisión de las siete a las nueve
de la noche (sólo novelas de Televisa).
Dicen
los periodistas de la tradición de piedra que uno no debe llorar
cuando hace su trabajo. Yo lo que creo es que resulta imposible no
comprometerse con las historias que contamos.
He
debido apretar la pluma para no perderla y ocupar la mirada en el
precio de las pupusas o en aquella palabra que nunca será dicha,
para no caer vencido frente a semejante historia.
A
las ocho de la noche con treinta minutos he dejado al genio Chepe Gil
en la entrada de una casa hogar donde duermen aquellos que se
quedaron sin familia. Una puerta negra al centro de unas paredes
grises separa la calle de la próxima media hora de luz.
Quién
no ha conocido el cuento de la planta de frijolitos por donde uno
puede trepar hasta el cielo, algunos poetas han dicho que para llegar
allá no se requiere más que de una subidita y, en todo caso, ser
chiquito y tener la taza vacía.
El
grupo de borrachines estaba alrededor de una botella vacía, en las
afueras de las canchas Modelo de Santa Ana. Uno de ellos se puso de
pie, se acercó tambaleante y nos pidió unas monedas para continuar
echándole al buche.
Jamás
me olvidaría ni de su rostro ni de su nombre. “Ese loco fue uno de
los más grandes jugadores de fútbol de este país, la marihuana y
el trago acabaron con él”, me dijo un amigo. Se llama José
Gilberto Pacheco, pero el pueblo de Santa Ana lo conoce como Chepe
Gil, El Aguado.
Años
después de su legada definitiva a la calle fue que lo encontré, en
ese hogar para indigentes llamado Jesús de la Misericordia. Un
testigo clave me dijo que allí llegaba a dormir y que por las
mañanas, muy temprano, bebía café frente a la Iglesia El Calvario.
Los
ojos de Chepe Gil son claros y se esconden sigilosos en el tapiz de
las arrugas donde se dibujan las coordenadas de sus abundantes
viajes. Cuando ríe baja la cara y encoge los labios. Es una risa
sumergida en las entonaciones que deja la marihuana con el pasar de
los años. Atontado por los recuerdos de Chepe Gil me doy cuenta que
no tengo la estatura para resumir su experiencia vivida, me atormenta
aquel sábado por la mañana cuando lo vi por primera vez.
Un
hombre con una vida como la de Chepe Gil tendrá en algún rincón de la
ciudad, una escalera para trepar al cielo de la que habla Led Zeppelin,
pues como dice el maestro de la crónica Juan Villoro, “Dios es
redondo”.