Érase una vez un país con nombre de funeraria
El cielo azul y el baile de las espigas tienen
un significado de apropiación y no el de la belleza del ser libre. Los hombres
comunes y corrientes del siglo XIX no tenían más información que la que surgía
de sus tripas, en este país, menudo país, disfrazado de cuchillo tipo Rambo.
Cuando lees la
oración a la bandera comprendes con facilidad que ahí se esconden los
sentimientos de un terrateniente que observa la inmensidad de sus tierras y el
oscuro horizonte donde se pierden sus linderos amañados (la sotana está en el closet).
España
no podía tener ocupadas sus manos en unas pequeñas provincias de agricultores
criollos y locos que se vivían matando entre ellos; nadie libró ninguna lucha, los reyes estaban en desbandada en todo el
mundo, apenas si estornudaron y caímos al suelo. Las dos baratijas que nos
dejaron fueron su hipócrita moral cristiana y la corrupción desenfrenada donde
no ha podido surgir una convivencia humana digna de respeto.
Cuántas semanas habrá
tardado en llegar la susodicha noticia que anunciaba la separación de nuestras
tierras de la administración del imperio español —en caso de que en verdad haya
sido una noticia—, cuál habrá sido el significado para esas muchedumbres
analfabetas que deambulaban en los montes y las pequeñas plazas del trueque,
nada, sólo el invento de la historia oficial.
“Independencia”
como evento noticioso tiene más frescura ahora que en el tiempo en que el término
fue acuñado. Las masas que acompañaron al cura narizón que aturde su sotana y
campanas, sólo están en unos cuantos y tristes oleos, las plazas de aquella
época no eran tan grandes y a los únicos que en verdad interesaba semejante
hecho era a los mismos curas, que por “casualidad” eran terratenientes, y por
consiguiente sus propios historiadores, lo que queda de esa época fue escrito
por sus plumas sobrevivientes de la inquisición.
Tengo
sobrados motivos para no creer en esa prostituta llamada independencia, no al
menos en el significado que se trata de dar cuando cada año llegamos al mes de
septiembre y salimos a batir una bandera extraña que siempre he pensado no refleja
la esencia de nuestra vida, una bandera muy fea —tan fea como el nombre de este
país—a la que le falta el cielo y las nubes de los ancestros.
Un país
independiente no expulsa por hambre y miedo a la tercera parte de sus hijos a
la vorágine de las fronteras y las tiranías migratorias como a la explotación
de su espíritu. Uno debería irse porque ama la libertad y desprecia las
fronteras, pero no porque tiene hambre y miedo.
El
surgimiento de los Estados centroamericanos antes de la mitad del siglo XIX bajo
la influencia de la Constitución de Cádiz y con posterioridad las pírricas reformas
de carácter republicano, sirvieron para concluir un proceso que siempre buscó
la eliminación de la cultura originaria de nuestro territorio y el dominio de
unas cuantas familias de criminales.
Es
obvio que las libertades de que nos hablan los manuales de historia, no están
referidos a nuestros ancestros, sino a una casta de hombre que se vio
beneficiado con el nuevo orden mundial.
¿Qué
coños tiene que ver dios con la unión y la libertad, sobre todo un dios asesino
y despreciable? “Dios” es una palabra vacía que cada mequetrefe que llega al
gobierno utiliza en sus discursos patéticos. El sesgo religioso del cual quedó
impregnada nuestra simbología es muestra de ello, el dios de los cristianos
quedó puesto en una frase de la bandera, respecto de la cual debemos ser cuidadosos
a la hora de escribir, si no queremos ir a la cárcel (las maldiciones deben ser
en privado para evadir el código penal).
Para la vieja Europa
aquellos símbolos que se levantaron sobre millones de muertos, ahora no
significan mucho o nada, el dios que nos metieron en la sangre a punta de
espada, comenzó a morir hace ratos para ellos; les queda el oro, su verdadero
dios, en las capillas del Vaticano. Nosotros seguimos viviendo en una edad
media en pleno siglo XXI: con una biblia en el sobaco y un arma cargada en el
bolsillo.
De las dos grandes
semillas que dejó aquella cabalgata infernal del mercantilismo y la acumulación
de los metales: la religión y el idioma; resulta ser el idioma el gran recurso
en el que España se apoya para volver a tenernos en sus manos con sus sistemas
editoriales de papel.
Cada vez que una
embajada española da una regalía a un artista de nuestras tierras, o abre una
puerta pequeña para “echarnos una mano”, no hace más que invertir. No podrán
devolvernos todo lo que se llevaron ni sellar el hueco que se abrió con su
llegada en nuestro espíritu.
Hay una realidad
inevitablemente poderosa: nosotros nunca llegamos a Europa a saquear sus
pueblos, ni a matar a sus mujeres, ni a traernos sus riquezas. Europa no podrá
resolver la solución a ese gran dilema. Su mundo sigue sembrado en el olvido de
los millones de inocentes que entregaron sus vidas para erigir los palacios obscenos de sus
iglesias.
No
acuso a los hombres que hoy toman el sol, no absuelvo a lo que vienen a dar, no
lo hago porque yo no soy, por suerte, ningún juez, simplemente reflexionamos
sobre un mundo en contraste y adversidad.
No creo en las
fronteras ni en las embajadas, ni en las actas de independencia, ni en los
partidos, y mucho menos en dios; los que se quedaron aquí cuando las tropas de
los reyes se marcharon, sólo continuaron haciendo el mismo trabajo sucio.
Un
día alguien saldrá a la ventana de su casa y gritará a los palos: Españoletes, a correr, llegó la Independencia ;
será el nombre de una canción de moda o el de una cortesana que baila en la
pantalla del celular a las tres de la tarde un nuevo reguetón un día 15 de
septiembre.
Sancho
Pansa entra sigiloso por la puerta del patio y se ríe a carcajadas, acaba de
matar al más grande de los gigantes. Algunos volvemos a creer que su cordura
tiene que ver mucho con las utopías y que su burro seco y hambriento es un
eufemismo de las naves espaciales que cada noche salimos a esperar a la orilla
del mar.