Django desencadenado y la ternura del asesino.

Cuando Joseph Conrad escribió su novela El Corazón de las Tinieblas, sabía que no podía mostrar más crueldad que la dura realidad que los negros en “El Estado Libre del Congo” vivían como resultado de la política colonial del imperio belga y su rey Leopoldo II. Su novela es un viaje al sendero más oscuro de la condición humana y al desprecio por la vida que nació en la ideología conquistadora del blanco.

El marqués de Sade esgrimió como defensa a los ataques de quienes consideraron su obra como una apología del crimen, que él no inventaba las ruindades de la especie humana, la idolatraba, sí, desde la literatura como en una "filosofía del tocador", para que pudiésemos vernos al espejo.

Algo similar a lo antes dicho pienso cada vez que me enfrento a la enervante, golosa y turbia estética del maestro Quentin Tarantino. Con sobradas razones él ha despotricado contra los que insisten en preguntarle acerca de sus excesos de sangre. El arte, y especialmente el cine, no debería justificarse frente al mundo real que se mira en sus imágenes, quiero decir pues, que el artista, el creador, no está obligado a someterse a las obtusas interpretaciones de una “sociología periodística” que se arropa en una cosa peor: la moral distorsionada con la que se establecen los juicios sobre lo que consideramos prudente o no dentro del arte para “los ojos del mundo”.




Las escenas en las que se ve el sufrimiento de los negros por la mano poderosa de los blancos no podrán ser peor que lo que los secuestrados de África sufrieron en Estados Unidos, al haberse vuelto cosas menos valiosas que un caballo o que una canasta de huevos. Ese es el país que se constituyó en la potencia del mundo, un territorio que socavó la vida de millones de hombres y mujeres negros, que les cosificó al extremo, como no se ha codificado a semejante escala en el mundo moderno durante tanto tiempo con tanto cinismo.

La economía de ese país estaba basada precisamente en la granja trabajada por manos esclavas, dominada y gozada por manos blancas. Con esas “bondades” es como se forjó el más poderoso país de nuestro tiempo.

El perfil psicológico de sus personajes principales, el contrapunto que se cierne en la risa que termina en un charco de sangre, en la ternura que subyace en la risa del Dr. King Schultz (Waltz), la poesía sobre la violencia que tirita en las manos más rápidas del ―con probabilidad― único pistolero negro en la historia de la humanidad que tuvo un nombre italiano y que cabalgó como solo lo hacían los blancos, Django (Foxx), el hijo de Tarantino. Todo ello se trasluce en un mundo que ya hemos visto, en un formato, en unos créditos que ya hemos leído en una letra del spaghetti western, en unos hombres que le dan besos a la muerte a la hora del café.

Es imposible escapar a las interpretaciones, a la captura que hacen las imágenes, que anidan en nuestro humor vítreo, que navegan por nuestras venas una vez salimos de la sala del cine. El arte, como lo dijera hace mucho tiempo Julio Cortázar, es un asunto de gustos y en ese lugar es muy difícil entablar una discusión crítica que lleve a buen término. 

Las criaturas del maestro Quentin Tarantino me siguen pareciendo unas obras de arte cuyos hilos conductores precisan la mentalidad enferma del artista que las crea, y estar enfermo no es un padecimiento de raigambre peyorativa: es un arte saber desencadenar la mente enferma como él lo hace, para crear belleza.

Siempre será mejor dedicarse a matar a unos cuantos blancos con la pistola de un negro en un filme, que haber matado millones de negros en el mundo real, que haberles robado sus historias y su origen.

El suicidio del creador, repetitivo en las creaciones de Tarantino, expone la falibilidad del (hombre) artista. Su actuación en sus propias películas lo evidencia: pocos segundos para que el maestro ingrese a una de sus escenas, para morir como cualquier personaje segundón, para mostrarnos que no hay nada más real que la violencia ni más hipócrita que la sorpresa frente a la viajera milenaria: la muerte llevando consigo a un perfecto desconocido que no tiene ni nombre.

Quentin Tarantino ha demostrado con suficiente maestría, que la obra de arte está lejos de ser una criatura de la generación espontánea, que no hay nada más burdo que suponerlo. En este caso, su recorrido por la filmografía de hombres a caballo, recurrir a un personaje mítico como el Django italiano, y hacernos ese juego macabro al ponernos en escena por unos pocos segundos a otro suicida, Franco Nero (y en el fondo a Sergio Corbucci, el creador de Django en 1966), deja por sentado que el maestro de pulp fiction no quiere sorprendernos, no de manera tramposa, quiere decirnos cuál es el camino seguido por él, y eso es, a mi juicio, uno de los mayores actos de generosidad de Tarantino para con esta nuestra especie enferma y estúpida: hacerle homenaje al cine con el cine, poner sus manos al fuego para aderezar nuestra cena como si, después de todo, esta maldita vida fuese una broma nada más.

No es holgado reconocer la crecida de Jamie Foxx, Leonardo DiCaprio, Samuel L. Jackson y por supuesto la siempre extraordinaria interpretación del austríaco Christoph Waltz que ya se llevó dos Oscars precisamente con creaciones de Quentin Tarantino. 

Si Django (Foxx) es el liberto dentro de la historia misma, en las intimidades del guión, el Dr. King Schultz (Waltz) el personaje libertario, el alma del filme. Esta vez vuelve con la misma ternura, porque en efecto la hay, y eso es lo macabro, encontrar tierna la sonrisa de un asesino a sueldo, sentirnos atraídos por la inteligencia aguda, por la suspicacia, como sucediera en su actuación en Bastardos sin gloria, en la que hizo el papel del Standartenführer Hans Landa.

El Oscar al mejor guión por Django desencadenado para Tarantino, es un premio merecido a una de las mentes más exquisitamente enfermas que le han dado un aporte impresionante a las historias que nos hace vivir el cine, porque si hay algo que Tarantino sabe hacer con maestría es contarnos historias.

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