Bofetadas para un niño a la hora del himno nacional.
Recuerdo
la “gran bofetada” que me dio un maestro de escuela. Yo tenía seis años y
estaba en primer grado. Él era un tipo gordo que enseñaba matemáticas cuyo
aliento siempre olía a alcohol. El golpe me derribó y me hizo caer acostado en
el suelo. Eran casi las siete de la mañana y los chicos de la escuela estábamos
cantando el himno nacional.
Aquel
despreciable maestro me había insistido cada mañana que debía seguir las notas musicales y
además cantar junto al resto de alumnos las estrofas del himno nacional. Cuando
me veía yo simulaba un canto, casi imperceptible, que aquel maestro
identificaba como una de las primeras estafas de mi vida. Algunas veces, al
sorprenderme me sacaba de la fila jalándome de la oreja y me ponía frente a
toda la tropa de la escuela, donde me obligaba a realizar aquel rito.
Ese
encuentro con el himno nacional se volvió lo que podría ser mi primera gran
confrontación con la pedagogía y me llevó a tener desprecio por toda verdad
oficial. Cada día, aquel maestro se dedicaba a pasar revista a los
muchachos, mirando sus zapatos, para determinar si estaban bien lustrados, la
cintura para ver si llevábamos correa en la pretina, los botones de la camisa
para ver si faltaba alguno, el cabello, que debía estar tan recortado como
si estuviésemos en un cuartel. Al pasar a mi lado me apuñalaba con una de sus
fieras miradas, para advertirme que al momento de comenzar a sonar la marcha
del himno no fuera a fiarme, debía cumplir mi obligación patriótica, porque en
esa escuela, como en todas las escuelas nacionales, se “educaba para ser un buen
patriota”.
La
aversión que un niño de mi edad pudo asumir en contra de aquel hombre era por
demás natural, lo absurdo fue la aversión que aquel maestro asumió en contra de
mi personita. Cada vez que había un zafarrancho en el aula él volteaba en mi
dirección. Si por algún motivo me sorprendía en “actos contrarios a la
disciplina escolar”, aunque en ella estuviésemos implicados varios chicos, él
solo se dirigía a mí y enfilaba toda su furia y poder físico. Me arrastraba de
la oreja como un trapo y me paraba frente a todos mis compañeros.
A
esa edad comencé a “entender” que los dos grandes sentimientos a que los
alumnos estábamos expuestos en esa pedagogía eran al miedo y la vergüenza. La
reacción de la mayoría de los chicos era obedecer mientras les veían y simular cordura.
No
recuerdo cuántas veces me golpeó, pero fueron muchas y con una mano áspera y
gruesa. Cuando pienso en esos lejanos días no puedo definir con precisión la
manera que mis pensamientos se articularon en aquella cabeza que iba a cumplir
siete años en el mes de julio. Pero hay un recuerdo perenne: el olor fétido y
alcoholizado de su aliento. Todos esos sentimientos ahora puedo resumirlos en
una palabra: odio. Comencé a odiar la pedagogía que en este país se erigió en
el golpe y en el autoritarismo que reduce la verdad al argumento de un sujeto
que tiene el poder de hablar mientras tú debes callar.
Una
mañana cualquiera sucedió lo de aquella bofetada. El golpe debió ser muy fuerte,
para que me haya llevado hasta el suelo. Sentí que la cara se me hinchaba de
dolor. Cuando pienso en el dolor la imagen es un tanto vaga, pienso más bien en
la rabia, eso sí lo recuerdo muy bien, y sobre todo lo que le dije cuando él me
emplazó.
—¿Ayala,
por qué no cantás el himno nacional, rebelde?
—Es
una canción muy fea —le dije mientras intentaba apretar los dientes.
Pude
ver sus ojos rojos, sus manos temblando, con el impulso destinado a volverme a
golpear, o a “matarme quizá”. Entonces comprendí qué tan importante es saber
correr. Me levanté, y con mi bolso de tela atravesado en el cuerpo, comencé a
correr en dirección del portón principal. Mientras buscaba la salida escuche su
voz gélida gritando “Agárrenlo”.
“Agárrenlo”
se volvió una palabra sagrada en esta tierra maldita. No pudieron atraparme, logré
escurrirme entre los brazos del cuidador de la entrada, al llegar a la calle
tomé los atajos que se me dibujaron en el mercado de aquel pueblo donde yo
vivía, entre canastos, frutas y verduras pasé como un mosquito, sin chocar con
nadie, esquivando gente y objetos. Al llegar a casa expliqué lo que había
sucedido. La mujer que hacía las veces de mi madre, al escuchar la historia, me
pasó la mano por la cara y me dijo: Ya no irás más a esa escuela, y al condenar al
maestro sentenció: “Hijo de las cien mil putas”.
No
volví a aquella escuela, pero apenas comenzaba a vivir: todos los maestros de
mis primeros seis años de estudios me golpearon tanto o más fuerte que aquél,
incluso hubo uno que en octavo lo intento pero yo había crecido un poco y los
puños se cruzaron.
Sigo
pensando que el himno nacional es una canción muy fea y falsa. La pedagogía dejó
(probablemente) el golpe físico, pero desde las escuelas primarias hasta la
universidad, se sigue asesinado el espíritu creador de nuestra niñez y juventud.
Yo puedo decirles algo que aprendí desde entonces: desde la primera bofetada
hasta el final de la carrera —que solo llega con la muerte— no se puede dejar
de resguardar los sueños, porque la pedagogía es una maquinaria demoledora de
carne humana, una bofetada incesante, una extraña y mortal arma destinada a
robarte lo único que es tuyo, la vida.
No
te la dejes robar. Tu más fiera bofetada debe ser el sujetar dentro de tus
costillas al niño que recreará tus sueños hasta el último suspiro de tu
existencia.