Bolívar, una vida tolstoiana.
No voy a dar
la fecha de nacimiento de Bolívar, para eso está Wikipedia. Diré que su siglo
fue el de la revolución —con toda la extensión que semejante palabra tiene en
nuestras cabezas—. Aún en el caso de quienes la confundan con la mitología del
toque de a degüello y pierdan con ello de vista que en la confusión también hay
un arte revolucionario que a veces lleva a la poseía.
Vencida la Europa imperial, Hegel
completaba su visión filosófica, que se sostenía en un poder planetario que
había sido vencido en América, el poder absoluto de los reyes había caducado,
al menos aquí, pero uno de los más grandes filósofos parece que no lo sabía.
Las ciencias aplicadas daban sus
grandes aportes al pensamiento político, en efecto, entonces, como ahora
también, un discurso sobre la salud del pueblo, por ejemplo, requiere un conocimiento
de la dimensión del dengue o de la incidencia de la nutrición en la capacidad
de concentración de la niñez en el proceso educativo o un profundo
entendimiento de los significados que hoy tiene la así llamada economía del
cambio climático; en la era de Bolívar, lo que una vez dijera Newton fue tanto
o más importante que lo que escribiera Voltaire, aunque este fuera algo así como su
interprete.
Fascina el sentido que cobra la
filosofía experimental de Newton. Sus postulados, aun cuando tan complejos nos
parezcan —inercia, interacción y fuerza, gravitación universal y sus trabajos
sobre la óptica y la naturaleza de la luz—, son temas que incidieron en el pensamiento
político de Montesquieu y Voltaire, que ambientaron la revolución experimental
al plano de una filosofía política en la Francia de “las luces” (esto nos hace
ingresar en los nexos que hay entre ciencias aplicadas, recursos naturales y
poder político). Los trabajos acerca de la física experimental sobre la luz
fueron los que produjeron precisamente ese nombre del “siglo de las luces”.
Bolívar
es un hijo de la cultura occidental. Nada malo ni sobrenatural hay en ello.
Sabemos bien que todos lo somos, con la diferencia de que Bolívar solo hay uno.
El asunto lleva al mismo José Martí (¿lo recuerdan?), cuando dijo que conocía al
enemigo porque había estado en sus entrañas (parafraseo por supuesto las
entrañas del monstruo). Bolívar pensó que la monarquía constitucional británica
era idónea para su proyecto republicano, incluso más, su protectorado. Una idea
que fue moviéndose según su propia situación personal, contenida en una novela
real.
Necesitamos
comprender el factor político del mundo que habitamos a partir de las ciencias
de la experimentación, la retórica no es suficiente; libros fundamentales como La Dialéctica de la naturaleza, de
Engels, fueron producidos a partir de impresionantes estudios de las ciencias
naturales. El marxismo es insustancial, si no nos preocupamos por comprender la
revolución tecnológica y sus leyes físicas, que inciden de forma drástica en
las ciencias económicas, en la forma de sentir y pensar de los seres humanos.
Habida
cuenta hay una complejidad en este asunto del Libertador, la monarquía. Sin embargo,
a esa figura le eran coetáneos ciertos controles de tipo republicano. Extraño
no es, en modo alguno, que se pretenda vivir en el marco de una monarquía
constitucional. Y parece que eso conminó el debate interior de Bolívar hasta
los fondos más insospechados, porque se trataba de una forma muy sensible de
experimentar la política, donde las pasiones son casi exclusivas, al grado que
se muere por ellas.
Se
sabe que en sus libros de campaña a Bolívar no le faltaron los textos de
Voltaire, especialmente en lo que concierne a una interpretación newtoniana
sobre la realidad. A partir de qué otro pensamiento podía basar la postulación
de su república, el diseño de la separación de poderes, aunque en el fondo
estuviera decantado por el pragmatismo inglés, que se entiende corresponder con
su personalidad: un hombre que lidera la guerra de independencia y provoca la
mayor derrota militar a los imperios de occidente, no puede ser un blandengue.
Se trata de un hombre con una visión centralizada del poder, apasionado, como
hemos dicho.
Entiende
por tanto Bolívar que hay una jerarquía y que en ella debe, además, erigirse
una “suprema autoridad” con un carácter vitalicio. De ahí que el conflicto
entre federación y monarquía, de la que también fue presa el hombre más
emblemático de nuestra América, lo mantuvo en vilo, si no es que fuese el
centro de sus más álgidos debates por el control del poder en los territorios
liberados, hasta el día mismo de su muerte.
Hablamos
de los ingleses no solo por el énfasis que puso Bolívar en ello. El liberalismo
de Tomás Paine llegó incluso en forma de cartilla como contribución para la
constitución de Caracas de 1811, la primera que se redactó en nuestro
continente de habla hispana. Es el año en que el Libertador visita Inglaterra
junto a Andrés Bello. Es pues el orden normativo que surge junto a la guerra,
como suelen ser los estatutos fundamentales de la historia de la humanidad; ahí
se funda nuestro dolor de cabeza: la república y la idea de democracia que
sigue latiendo en este apasionado continente.
Una
década después, Bolívar creía que podía desplegar aquella constitución de
Bolivia, que tutelaba un senado similar a la Cámara de los Lores y una
presidencia vitalicia que hacía las veces de una monarquía criolla, una idea
que surge en las postrimerías de la Batalla de Carabobo y la naciente
Constitución de Cúcuta en cuyo ideal se generan las subsiguientes crisis y
conflictos de ese territorio del Libertador.
Entender
a Bolívar en el plano militar parece ser fácil, digo parece pues el arte de la guerra
es en gran medida un portentoso edificio de maquinarias y artificios mentales
que gravitan en una dirección: destruir enemigos. La batalla de Ayacucho junto
a Sucre, a una distancia sorprendente de Bogotá, donde se encuentra Santander,
es magistral desde el punto de vista
estrictamente Bélico, incluso por su significado mortal; pero al mismo tiempo
el Libertador tiene a sus pies una compleja situación política en esos inmensos
territorios en los que derrota al imperio de occidente, especialmente en
Colombia que viene siendo la capital política de su campaña militar. Es en el
plano político donde las revoluciones han perdido sus mayores batallas y eso
responde no solo a una realidad histórica, expresa además, el difuso movimiento
de las ideas políticas, pero sobre todo, los intereses de quienes lideran esos
procesos y de quienes les siguen.
Hay
una línea clara hacia lo internacional en el pensamiento de Bolívar, y como
lucha contra España es entendible que busque aliarse políticamente con los
enemigos de esta, pero no es tan simple comprender por qué se decantó por
Inglaterra. Es posible que la misma personalidad de Bolívar tenga mucho que ver
en esto y por supuesto el difícil momento que le tocó vivir. Lo claro es que
buscó un referente occidental para poder interpretar el poder político que
ganaba con aquellos miles de hombres mal armados con los que derrotó al
imperio.
El
enfrentamiento entre Inglaterra y el reinado de los Borbones es el marco
internacional, Bolívar elige a los enemigos de su principal enemigo. La
estrategia internacional es desde este punto de vista obvia, la revolución
necesitaba aliados. No hay generación espontánea en nuestra forma de estado,
pero además las alianzas en política son absolutamente legítimas y en el fondo
todos los que han luchado las han llevado a cabo alguna vez.
Esas
incidencias son las que Bolívar encuentra en su contacto con la cultura
política de Inglaterra, y como no vivió como Marx, el lado más crudo de la
revolución industrial y su despiadado mecanismo de explotación, su pensamiento
se centra en el liberalismo político y no así en el factor social del modelo.
El contexto vuelve a ser determinante, Inglaterra está en la mira, no obstante
haya perdido su más ambicioso proyecto expansivo de su historia: las trece
colonias originarias de Estados Unidos, que también aportan conceptos a la
primera constitución venezolana. Y no es para menos, el territorio de América
del Norte es donde pierden la guerra cuatro imperios: Rusia, Inglaterra, España
y Francia; del que nacerá otro que indudablemente tendrá la fuerza cultural de
esos cuatro, irremediablemente.
El
exaltamiento de Bolívar por Inglaterra no se explica de forma lineal; es
cierto, parece ser que confiaba en que Hispanoamérica necesitaba del imperio
para sofocar sus dudas y enfrentar a España, pero no todo se explica a partir
de ahí. Es que los territorios que el libertador controla, sea en su forma real
o contemplativa, como poder real o latente, definen su visión: tiene un
continente, no una pequeñez, y aunque no podía saberlo, porque la ciencia
aplicada no lo había determinado entonces, tuvo una impresionante intuición
acerca de lo que Sur América podía llegar a ser —y que hoy sabemos que es—: una
de las regiones del mundo con mayores recursos energéticos y a la vez con una
de las poblaciones más formadas políticamente que tiene al mundo en un ojo de
huracán en pleno siglo XXI.
Todos
esos pensamientos “confusos” se dilatan en los momentos difíciles que ha de
vivir en Jamaica, mientras se oculta de sus enemigos, hasta que las batallas
ganadas al imperio consolidan los territorios y Ayacucho se ve venir como las
más emblemática de sus batallas, ejecutada bajo su mando por Sucre. Son años de
regodear los pensamientos acerca de Inglaterra al tiempo que hace la guerra. No
es por ello fácil comprender el pensamiento “administrativo” de un hombre que
hace la guerra: la dimensión territorial lo conduce a lo que él conoce,
Inglaterra. Es la forma de comprender esta arista bolivariana: su tiempo.
Como
en pocos luchadores americanos, los grandes temas que desbordan desde “la paz y
la guerra” aprietan la cabeza de Bolívar. Su vida podría entenderse a partir de
la totalidad observada desde una visión tolstoiana: la inmensa masa de hombres
y mujeres que se ven implicados al pie de su sombra es más guerra que la
librada contra el imperio; y el amor no puede faltar, “el legítimo” y “el
prohibido”. A veces su voz destila un dolor que se ahoga en las páginas de la
historia: “No quiero ser más la víctima
de mi consagración al más infame pueblo que ha tenido la tierra, ¡La América!”
(Carta a Castillo y Rada, 1829); el guerrero ingresa entonces en la gran novela
latinoamericana.
Es
posible que la novela tolstoina de Bolívar se sitúe entre la batalla de
Ayacucho y la convocatoria al congreso de Panamá, para celebrar la victoria. El
hombre atormentado celebra la independencia y a la vez augura su derrota, como
suelen hacerlo los poetas. Su carta del 20 de diciembre de 1824 a Santander es,
como el dictado de su propia sentencia: “Voy a mandar con el parte de Sucre mi nueva
renuncia y a pedir como mi recompensa a mis servicios en el Perú, mi
renuncia…Todo el mundo me está quemando con que soy ambicioso, que me quiero coronar, lo dicen los
franceses, lo dicen en Chile, en Buenos Aires, lo dicen aquí sin mencionar el
anónimo de Caracas. Con irme, respondo a todo… Entienda usted que cuando me vaya
de Guayaquil no me meteré en nada; porque no quiero que me vuelvan a decir en
el Congreso que me he excedido de mis facultades, gracias al doctor Azuero,
antiguo enemigo mío, pero amigo de usted.”
Hay
una contrariedad en esa necedad de Bolívar de sentirse atraído a la vez por
Inglaterra como un protectorado y a la vez por corrientes liberales como las
trece colonias norteamericanas, por la república misma. Este tema es uno de los
más interesantes de Bolívar si se piensa en el debate actual por el poder en
América Latina: la concentración y reelección como mecanismos para producir y
sostener cambios estructurales que se exponen en las formas de entender no solo
el desarrollo y la justicia, sino la democracia misma, especialmente porque las
grandes líneas acerca de la democracia —incluyendo el término por supuesto—
nació en occidente; nosotros, como Bolívar, hemos seguido atrapados en elegir
principios creados por nuestros conquistadores.
Esa
es la lección de esa vida, la mayor de las guerras siempre será la política, si
tenemos el poder podemos hacerlo de lo contrario otros lo harán con o sin
nosotros, y siempre utilizando nuestro nombre.
La
vida de Bolívar es una escuela para los hombres y mujeres que hemos hecho
política desde los agujeros oscuros de la clandestinidad, que hemos habitado de
algún modo “entre el espanto y la ternura”; las pasiones desbordan como en las
cartas de Bolívar, su lenguaje romántico que es vinculante con la revolución,
la época de revolución que le tocó vivir y que a muchos nos tocó vivir, llena
de apasionamientos furtivos.
La
historia de nuestro continente está preñada de constitucionalismo, por ello es
inexcusable transitar por esa variable del pensamiento político, sin la cual no
se puede entender incluso las sensibilidades de luchadores como Bolívar.
Hay
ternura en el guerrero que derrota al imperio y a la vez un sollozo de soledad
naciente, perenne, que acepta como los poetas aceptan que llegará “la muerte y
el reposo” y el silencio de los enemigos pusilánimes.