La constitucionalidad fáctica y la lucha por el control del poder
El
paroxismo de nuestra crisis histórica fue la guerra civil, la negociación política
que se produjo en las entrañas de la misma modificó la constitución y removió
los mecanismos del control del poder, hasta entonces considerados pétreos, y, con
ello, se produjo un aporte a la doctrina constitucional: la negociación
política como fuente de derecho. El conflicto desatado entre dos entidades del
Estado en la actualidad, sugiere una tendencia cíclica de nuestras crisis
políticas.
El
derecho y la política solo pueden separarse a partir de juicios positivistas,
en el fondo toda norma jurídica es propuesta, debatida, aprobada, derogada o
modificada, en el seno de una de las entidades más politizadas de nuestra
sociedad, el parlamento. Su esencia es por ello el de una norma estructurada
desde una disciplina que sirve de recipiente para que en ella ingrese su
contenido político.
El
derecho constitucional es el más político de “los derechos”, el origen mismo de
la constitución republicana precisó, para entenderlo a fondo, de las virtudes y
atropellos de la revolución Francesa; la guillotina es solo un ejemplo de
los recursos que implican la utilización legitimada del poder contra los
vencidos. Cosa similar sucedió en Estados Unidos con la Declaración de Derechos de
Virginia de 1776, surgida en medio de una revolución por la independencia de Gran
Bretaña.
La
violencia social, política y militar siempre ha estado a la base de la
consolidación de los Estados. La constitución de 1917 de Venustiano Carranza
tuvo a su base la revolución social más importante del siglo XX, la de Emiliano
Zapata y Pancho Villa.
El
constitucionalismo es la forma sutil de que se basa el poder para imponerse a
los súbditos; a veces, cuando la violencia no se ha desatado, la modificación o
creación de la constitución advierte una prevención, originada en aquellas
élites que entienden que hay formas de evitar la violencia de los otros para
seguir dominando con su violencia. Nuestra constitución de 1950 es un ejemplo
de cómo la intervención del Estado buscó generar una normativa primaria de
corte social preventivo.
Por
supuesto que en derecho, sobre todo en nuestro derecho, no hay generaciones
espontáneas. Las influencias de la economía política de corte intervencionista
y la Constitución de Weimar, sirvieron de base a aquellos que se encargaron de
redactar el documento que aprobó la constituyente con una orientación al
llamado derecho social.
La
constitución de 1983, generada en el seno de una constituyente dominada por las
fuerzas conservadoras de derecha en nuestro país, pretendía, entre otras cosas,
legitimar un Estado y el control político militar sobre el mismo, en una época
en la que había estallado la guerra civil. Sugerir, con un instrumento como
este, que la persona es el principio y el fin del Estado y que el gobierno es
democrático, republicano y representativo, es una declaración política que
buscaba ahogar a las fuerzas insurgentes que luchaban a muerte contra ese mismo
estado de cosas.
La
última década del siglo XX, pero especialmente lo que va del siglo XXI, tiene
una enorme carga constitucionalista en la lucha por el control del poder en
América Latina. Gobiernos como los de Hugo Chávez Frías, Evo Morales,
Rafael Correa, Cristina Fernández, Luiz Inácio Lula da Silva, entre otros, han
gobernado a partir de la premisa de que es legítimo acceder al poder por la vía
de la constitucionalidad fáctica —término que utilizo en un sentido de poder
real y efectivo.
El
enfoque ideológico, pero sobre todo las políticas estructurales que estos
gobiernos llevaron adelante amparados en mecanismos constitucionales, es lo que
provoca el conflicto más allá de que si se tratara de una disputa formal entre
derechas.
Esa
nota expansiva del ejercicio de la gobernabilidad y la utilización de la
constitucionalidad fáctica no escapa a los debates centroamericanos. Y, es muy
probable, que este debate no sea tan nuevo, salvo porque en esta ocasión son
otras las fuerzas que se valen de ese territorio y ya no solo las tradicionales
derechas que dominaron nuestras sociedades durante décadas, que en algunos
casos superan el siglo.
El
mundo entero se debate en crisis de orden constitucional, en Egipto existe
ahora mismo una disputa entre tribunal constitucional, el presidente, los
militares y otras fuerzas y aparatos de estado, por el control del poder
político.
De
ahí que controlar el parlamento, el ejecutivo, las fuerzas armadas, la policía,
y por supuesto la cabeza del órgano judicial, por medio de su Corte Suprema,
fue algo tan natural, y lo sigue siendo. Por eso, cuando las negociaciones
políticas entre la guerrilla y el gobierno de Alfredo Cristiani avanzaban en
dirección de la reforma del Estado, las batallas en los frentes de guerra se
recrudecían, porque la negociación política es un territorio que se expande o
se achica a partir de la beligerancia mostrada en el campo de batalla.
Todo
lo que proponía el acuerdo de paz frente a la constitución era un absurdo para
las corrientes positivistas del derecho, que no pueden admitir que el derecho
es un instrumento de la real política.
Los
actuales debates acerca del conflicto entre la Asamblea Legislativa y la Sala
de lo Constitucional de la Corte Suprema de Justicia —ahora con la intervención
de la Corte Centroamericana de Justicia— es un acontecimiento que supera cualquier
intento interpretativo de las normas constitucionales invocadas, los juicios
legales acerca de las competencias y la obligatoriedad o no del cumplimiento de
una u otra resolución, de la legitimidad o no de las actuaciones de uno y otro
órgano; el conflicto supera todo esto porque su esencia indica una fisura del control
del poder político y cuando eso sucede solo hay dos formas de superarlo: con la
derrota absoluta de uno de los bandos o por medio de la negociación.
Todos
los juicios que surgen en relación a esos temas, a favor o en contra, tienen
motivaciones políticas que no necesariamente son unánimes, aún en el caso que
se esté de acuerdo con un mismo criterio. Esa es precisamente la extraordinaria
diversidad que se presenta cuando organizaciones de la sociedad civil coinciden
con la Asociación Nacional de la Empresa Privada, o incluso la universidad de los jesuitas, los intereses
de estas entidades son distintos aunque postulen una misma solución a la
crisis. Pero la ideología define la postura y la mirada hacia el fondo del
asunto y no a los maquillajes que solemos ver en los noticieros.
Ingenuo
es admitir que la Sala de lo Constitucional se dedica exclusivamente a dictar
sentencias de derecho, sus magistrados tienen enormes potestades políticas y
como todos los magistrados de la Corte Suprema de Justicia, son elegidos por la
Asamblea Legislativa en un trámite que redunda en procedimientos de
un lobby político que busca ganar el voto de los 84 parlamentarios.
Desde
Kelsen y Jellinek —para citar a dos filósofos del derecho— hay un tratamiento
del constitucionalismo y Estado como elementos vinculantes en una comunidad
política. Su marco “contractual de convivencia” puede romperse. Para Carl
Schmitt, la entidad constituyente que crea la constitución surge de una decisión
política.
De la misma manera es ingenuo considerar que a
la Asamblea Legislativa le motiva exclusivamente el derecho y su independencia
como órgano de Estado. Sus motivaciones son legítimamente políticas, esa es su
naturaleza y no debería de causar sorpresas. Pero lo más importante: en la
asamblea se debaten las ideologías más fuertes del país y sus propuestas de
solución a nuestra crisis nacional.
Los
órganos del Estado son órganos de poder político, responden a una u otra élite,
esa es una premisa general que no deberíamos perder de vista, pero nada es
absoluto en política. La filosofía del derecho ha alcanzado hasta la actualidad
concepciones muy innovadoras, verbigracia: el derecho internacional público se
impone al derecho nacional, por ello algunos países—como el nuestro— no
suscriben el Estatuto de la Corte Penal Internacional, porque con ello perderían
la competencia de sus máximos tribunales en la materia, incluyendo las salas de
lo penal o de lo constitucional de la suprema corte, según el caso. Este solo
argumento plantea un debate acerca de la relativa soberanía de los Estados en
el siglo XXI. Ya nada es pétreo en nuestro tiempo.
El
siglo XXI está definido por otros marcos de referencia, como los avances en las
tecnologías de la comunicación social y el acceso a la información y una
presencia cada vez mayor de una ciudadanía activa. Este dato, aunado al
surgimiento de nuevos regímenes que entendieron que no era posible gobernar sin
llevar adelante importantes reformas constitucionales, redefinió el
conflicto por el control del poder en el que el principal instrumento para su
hegemonía es la Constitución.
El
siglo XX tuvo como vector de la conspiración política para el control del
aparato del Estado el “decreto ejecutivo” y la utilización de la fuerza militar
para desplegarlo. Durante lo que va del XXI esa disputa frente al poder adquiere
un régimen especial por medio de la constitucionalidad fáctica.
Una
cosa es muy cierta, no sabemos los motivos ocultos que subyacen en el interior
de esta crisis, esos que determinan que se tomen las decisiones que se toman
por quienes nos gobiernan, es decir, por la Asamblea, el Presidente de la
República y por 4 magistrados de la Sala de lo Constitucional. No lo sabemos,
porque esa es otra característica del poder, su lado sutilmente escondido de
los ojos de las muchedumbres. Por ello, a la gente le queda el campo del
imaginario, de la especulación, que se vuelve un derecho legítimo de la
sociedad civil despojada de información de fondo.
Lo
valioso de esta crisis es que con estos sonoros debates se produce una
desmitificación del derecho constitucional. Debemos interiorizar ese término al
que yo llamo “constitucionalidad fáctica”,
ahí están las claves del discurso que escupen aquellos que dicen representarnos
en todos esos aparatos de Estado, aunque jamás nos hayan escuchado en una
audiencia solicitada o nunca nos hayan admitido un amparo por violación de
nuestros reales y concretos derechos frente a todas las vejaciones e injusticias
sufridas por cuenta de toda clase de bucaneros.
La sociedad civil, las comunidades, los
artistas, los estudiantes, los dementes, deberíamos estudiar estos mecanismos
del poder, y ante todo, no debemos perder de vista —ni cuando dormimos— que el
constitucionalismo ha sido fabricado como una obra esencial de la cultura para
el control del poder político.
Continuará….