Renacho: Sonata de la violencia, grandes hits.
Despliegue de coloridos como antesala
del rostro, armonía y resplandor de los machetes, un baile de máscaras que
retribuye en el lienzo los flagelos de la guerra y sus transfusiones históricas,
la estética de la violencia y sus grandes hits.
Representación del sentido y sinsentido de la salvadoreñidad, si es que
podemos decir algo de semejante exageración sobre una comunidad tan difusa como
la nuestra. A la vez un territorio demencialmente full color. Así es el tono en
los ejercicios que el artista Renacho Melgar plasma en su obra “Historiantes”.
El silencio aparente del
arte visual es evidencia de los filazos que parten el aire, de los diálogos “incoherentes”
que surgen desde las lenguas frenéticas de esos personajes traviesos y
beligerantes, que no buscan ser interpretados con la precisión del hallazgo
forense.
Nuevamente el artista se
da la mano con personajes de la calle, aunque sean estos de los que generalmente
salen en días de fiestas patronales. Por igual sabemos que los que peleamos
todos los días, con o sin machete, con o sin máscara, somos también esos dilapidadores
de impulsos que espantamos a los fantasmas que nos susurran una canción de
guerra en el autobús.
El
pintor nicaragüense Henry Aguilar es uno de los artistas que más ha pintado a
El Güegüense de la ciudad de Diriamba, un personaje de similares credenciales
al del historiante. Recordé ese detalle al observar el colorido de ese arte folklórico
surgido en la calle, y que hoy subyace en los hermosos cuadros de Renacho
Melgar.
Debo
precisar que los cuadros de Renacho me parecen una sonata de la violencia, en
el que él se vuelve el director y el pincel la batuta que inserta a los soldados
en el juego marcial, los acaricia y nos incita a tomar sus atuendos en ese
colorido en el que concitan los espíritus guerreros.
De
qué otra manera puedo entender este despliegue de colores y de formas, de conspirativos
regodeos con esa amalgama de personajes que están en la escena precisamente
para batir sus machetes a ojos cerrados y a rostros encubiertos.
Hay sobradas razones para
seguir admirando la violencia, la violencia que se contiene en cuadros como los
de Renacho, porque ahí la sangre puede ser de cualquier color y los enemigos del
teatro se congelan, se deleitan en el salón de belleza, se pintan a sí mismos
como en la espera de su próxima batalla, y, de alguna forma mítica, por decirlo
de algún modo, no se dejan morir.
Esa espera borgeana es
esencialmente contemplativa, es el carácter desenfadado de los trazos y los
colores de este artista guanaco que pinta con las botas puestas, el whisky a
mano, el amor en el costado y una ciudad que, con el corazón abierto suda
calentura, un piso abajo.
Hay
una deconstrucción de los planos tridimensionales, no solo por el hecho mismo
de las limitantes físicas del lienzo, más bien por la descomposición de las
figuras humanas, que sugieren una muy calculada guillotina que desechó los
cuerpos y/o los transformó en algo más sutil: nuestro contradictorio y
necesario vivir con la violencia en un canasto lleno de frascos de pintura
anudados en un diálogo no resuelto.
Sabemos
que los callejeros historiantes vienen de aquella guerra entre moros y cristianos,
no es extraño pues que lo que reflejen sea algo arcaico y reinventado a la vez
con belleza. Toda esa confusión iconográfica que se trasluce en
la costumbre de los pueblos salvadoreños, se levante de la calle para ponerla
en las paredes, se deleite y nos deleite como homenaje al fin de cuentas de un
artista a otros artistas.
Piezas
como Chichintora, Bailarines, El Rey, Historiante o el Gracejo —mis favoritas—,
advierten, a mi modo de ver, que nuestras pasiones más sucias y la pulsión del
odio y autodestrucción que respiramos los salvadoreños hasta por los poros, se
rinden porque hay una certeza que las hace sucumbir: las flores también nacen
entre la mierda aunque los dioses mueran de envidia.
Renacho
es, sin lugar a dudas, uno de los exponentes de las artes visuales más
dinámicos, extrovertidos, reincidentes y provocadores de nuestro tiempo, su
muestra “Historiantes” evidencia la plenitud de sus ambiciones y la imaginería
que le caracteriza. Muchos nos fascinamos cuando nace una flor como su obra,
porque, en alusión al adagio japonés: cuando nace una flor hay primavera en
todo el mundo.