Renacho Melgar y el murmullo en movimiento:




El arte visual bajo prueba de fuego. Un recorrido por los agujeros del mundo profano que a veces puede traernos a cuenta de dónde es que venimos y cómo es que la imagen, aún cuando parece estar fija, es un movimiento que se levanta del pavimento y de las cunetas donde respiran los pequeños insectos que conforman la colonia a la que pertenecemos.

Renacho Melgar no es solo un artista visual, es un aventurero que suele regresar a sus orígenes para dotar de colorido aquello que parece estar pegado al asfalto como un chicle. El artista reconoce su rostro en los espejos que se forman en los charcos de la calle, en el sopor del mediodía, en el ruido endemoniado de los autobuses de una ciudad que se bebió su sangre y dejó evaporar el sudor de los que la alimentaron, sobre todo cuando el artista es un bucanero.

Los “centros históricos” están volviendo a Centroamérica, y vuelven de muchas maneras, como vuelve el pasado, a devorar lo que no pudo devorar ayer, a retorcer el aliento de los que siguen habitando en sus esquinas. No es posible ponerse de acuerdo en lo que ese término significa, porque obviamente hay tantos significados como gente camina por sus calles, para unos es turismo y para otros es vida o muerte.

Renacho se ha atrevido a invadir con su pincel la región del insecto obrero, el que no habita la ciudad como turista, el que amanece y anochece en busca del pan y la miel, siempre negada. Es aquí, donde el mural, en su sentido más clásico, aquel de las grandes paredes suculentas, como banquete de reyes, se atomiza con el minimalismo que se circunscribe en la caja de madera del lustrabotas, en el carretón del viejo de la minuta, en el carretón con el café y los panes con frijoles y queso en polvo.





Acudimos pues, no solo al color, también a lo que habita en las entrañas de esos colores, la voz, la piel y los rostros que ya no se quedan pegados en una pared, porque ahora recorren esas calles en forma de collage, de madera y carne, de olores, de figuras ambulatorias.

  Los “centros históricos” no son solo la arquitectura y los buenos bares, son también la gente que debe enfrentarse a sus lados más ásperos para llorar en el atardecer, como se lloran los boleros. El atrevimiento mayor está por encima de la técnica pura, pesa mucho la cercanía del artista con su pueblo, es lo que permite permear la estética en este caso, verbigracia: un poco de sudor del mediodía y pan con aguacate, un pincel.

El origen del artista determina en gran medida este rasgo, inocula las ilusiones, que a toda costa sobreviven en el nexo que se produce cuando el color y la figura se comparten como un pastel de cumpleaños en plena vía pública.

En este proceso iniciado por Renacho en San Salvador se advierten los rasgos más sensibles del paisaje urbano. Esa ciudad siempre nos será desconocida, y además contradictoria: adornada con mangos enormes, piñas, sandías, guineos, como si fuese una finca; y muchos muertos, como un cementerio.

Es un paisaje desgarrado que transcurre en esas miles de miradas que comienzan a caminar en esa ciudad a las cinco de la mañana —para los que duermen— que ahora lo vemos reflejado en una pequeña cajita de madera del ya veterano de todas las guerras, el lustrabotas.

   El espacio público donde se genera el trabajo y la búsqueda del pan expone una parte de la convivencia urbana, que a pesar de habitar en el drama cotidiano permite dibujar una cultura de dignidad en la que es posible la paz social y el encuentro con el otro.  
Hay, creo yo, una obra dentro de la obra “Ambulante” de Renacho Melgar: el artista que se inclina ante su pueblo, no con la furibunda y degastada consigna, ni las promesas del fin del mundo; lo hace con la poesía del color en movimiento donde es posible respirarnos como los pequeños insectos que somos, abrazarnos ante el furor y el delirio de la vida.

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