Entre héroes imaginarios
Primera parte
El delirio de los dioses y la promesa
del paraíso
1. Ciudad en la mira.
Esta historia comienza a nacer sobre el
Atlántico, en una nave de Cubana de Aviación. Estoy ahí, con un grupo de
militares cubanos que gritan y beben ron, llevo dos mochilas repletas de
libros, unos cuantos de José Martí, poca ropa. Mi llegada a Managua me dejará
pasmado cuando vea las monedas de plástico de la revolución sandinista —pienso
en los pasaportes falsos que me entregó el equipo del partido, en el hotel de
ciudad Guatemala, donde pernoctamos con dos compañeros, John, un comando de las
Fuerzas Especiales y Antonio, un militante del Partido Comunista de República
Dominicana, que se hacía pasar por hondureño—. Los tres intentando llegar al
frente de guerra. Ese episodio entre La Habana-Managua-Guatemala-San Salvador
sucedió a finales de 1988.
Un año después estoy
de pie, viendo los mangos verdes que cuelgan frente a mis narices, el AK-47 al
hombro, un trago de café, afino los oídos para escuchar la canción de Elton
John que surge de una radio Sony que transmite en FM, “Goodbye yellow brick
road”. Veo mi brazo lesionado y recuerdo la recomendación de los médicos
cubanos: que no debía volver a la guerra después de aquella herida sufrida en
1986 en el Frente Occidental Feliciano Ama. John, al igual que yo, regresaba de
recibir atención médica, medio recuperado, cuando a uno le meten unos cuantos
tiros es imposible quedar bien. Antonio, el mulato, viene a experimentar el arte
de la guerra salvadoreña, siempre sonriendo y hablando en murmullos con su
cantadito caribeño, y yo diciéndole: Ya, compa, tranquilo, no hable mucho que
nos captura el enemigo.
En todo eso pensaba mientras
miraba la ciudad que, según el plan, íbamos a dominar con el poder de nuestras
armas.
Los comandantes se
cobijan bajo la sombra de un árbol de mango, los tazones con café, cartas
geográficas, radios de comunicación y humo de cigarro se juntan en sus narices;
el cuchicheo advierte el preludio de la batalla. La ciudad también está ahí, en
el plan de nuestro ataque. Ahora, lo decimos con seguridad, será nuestra, solo
necesitamos hacer unas cuantas marcas y terminar de definir hacia dónde es que
debemos avanzar, dónde vamos a “enterrar la flecha”. El árbol de mango está
sembrado en el corazón del volcán de Guazapa, situado a veintiséis kilómetros
de San Salvador, la capital del país más pequeño de Centroamérica. La mayor
elevación del volcán tiene una altitud de 1400 metros sobre el nivel del mar,
no es mucho, nosotros estamos todavía más abajo, en ese pedazo de tierra en el
que la maniobra como idea del envolvimiento táctico fue inaplicable, a no ser
como metáfora de que al fin de cuentas siempre fue posible engañar para salirte
con la tuya.
Es difícil entender
cómo una guerrilla logró instalar sus campamentos a solo 26 kilómetros de la
capital para quedarse ahí toda la guerra. Lo cierto es que yo estaba mirando
esa fea ciudad, como un desquiciado que se relame los bigotes. Imaginando por dónde
íbamos a entrar. No pensaba en la salida, porque según el plan no la había.
Antes del inicio de
la guerra, los picos, lomas y hondonadas de estos lugares eran habitados por
agricultores que sembraban cereales y criaban animales en tierras de su
propiedad, sus límites estaban demarcados por cercos de piedra que se perdían
en los desfiladeros. Esos cercos se volvieron nuestras trincheras. La
abundancia de agua y sol propiciaban condiciones para una exuberante plantación
de árboles frutales, había además zonas con sembradíos de café. Un territorio
generoso y diverso en el que muy difícil te podías morir de hambre.
Desde la
superficialidad histórica se llegó a difundir que las guerrillas estaban
formadas exclusivamente por desposeídos, pero en sus filas había también
pequeños “terratenientes” que decidieron entrar a sus filas porque un estúpido
militar se cubrió el rostro y aprovechando la noche descabezó unos cuantos
integrantes de sus familias, estos
“terratenientes” no estaban interesados en ningún socialismo y mucho menos en
repartir sus tierras más que en vengar la muerte de los suyos. En uno de los
caseríos de Guazapa había un terrateniente apellidado Rivera, sus nietos
terminaron en las filas de la guerrilla, pero él odiaba tanto al comunismo que
a una de sus vacas la bautizó, “por rebelde y negra”, según sus mismos
herederos, con el nombre “La Cubana”. Esa gente tenía lo suficiente para comer
y vivir en paz consigo misma y con sus vecinos, al menos hasta que la ola
depredadora de la guerra fue consumiendo los cultivos y desbarató las casas,
una a una, fue acabando con la vida de sus habitantes, envenenando la cabeza de
los aldeanos, obligando a muchos a migrar y a otros a quedarse con las
guerrillas o al lado de las tropas del gobierno, y a los más inteligentes a
vivir en los alrededores del volcán, espiando en dirección del patio para ver
quién llegaba por comida o agua, o por información.
Y yo estoy ahí,
contemplando la ciudad capital mientras las tropas siguen armando sus
pertrechos y los comandantes terminan de definir hacia dónde es qué vamos, en
este volcán, donde hemos vivido y muerto ocho años, jugando a ser los mesías de
una montaña de civiles que nos ignora y que a veces se detienen a mirarnos en
las fotografías de los periódicos, donde se nos señala como criminales y se
anuncia nuestro final. Veo los edificios de gobierno, las torretas de sus
iglesias, el ruido lejano de motores, maraña de ciudad que observo arropado en
el deseo no confeso de estar ahí, en la butaca de un cine, para ver una
película de Bruce Lee, acompañado de una cocacola y una hamburguesa —las
hamburguesas eran mercancías que se suponían eran los alimentos de una clase adinerada y
que sus restaurantes estaban más cerca de sus casas que de las nuestras, por ello
mis pensamientos eran una traición a la causa, es decir, yo estaba gobernado
por un deseo “pequeñoburgués”, que debía dilucidar en el más puro de mis
secretos para evitar la condena moral de los comisarios políticos—. Todo cambió
desde entonces, incluso la idea clasista de la hamburguesa.
Los aviones
bombarderos tardaban tres minutos en llegar para atacar nuestros campamentos.
Esta aberrante realidad me llevó a pensar que García Márquez era un estafador,
todo este mundo era realmente mágico y jamás necesitamos de un imaginario
Macondo ni a ninguno de los dementes Buendía; bajo el resplandor, la ciudad es
captada por el ojo humano, que como piedra preciosa se volvió un aplastante
objetivo, protegida con las mejores tropas de
élite, que mantenían un asedio permanente sobre aquel volcán que se volvió una
leyenda (una leyenda habitada por dementes armados, apoyados por rusos y
cubanos, senadores y congresistas estadounidenses, sindicatos, iglesias y
gobiernos europeos, y el mercado negro, es decir, por todo lo que usted quiera
creer, incluyendo por supuesto a oficiales del ejército enemigo que nos vendían
pertrechos de guerra, en la confirmación de que toda guerra siempre es un
negocio).
Un zopilote planea sobre
nosotros, el viento sopla y entre las ramas abiertas atraviesa un chorro de
luz, miro hacia el sur, y ahí está el campanario de la iglesia del poblado San
José Guayabal asomando entre las arboledas. Una base de la Guardia Nacional
controla el pueblo, sus hombres se atrincheran en los alrededores de la plaza
central donde tienen emplazada una pieza de artillería, además ocupan el
campanario con vigías. La unidad militar realiza patrullajes en los alrededores
del pueblo, nunca más allá. La GN fue una fuerza especializada para
defender posiciones fijas, poco efectiva para la maniobra de infantería ligera,
cuando no había guerrilla llegaba a las profundidades del volcán para capturar
y asesinar a sospechosos de ser colaboradores de la izquierda, después, cuando
se vieron los primeros grupos guerrilleros, dejaron de hacerlo por temor a ser
aniquilados. A pesar de estar tan cerca, unos cinco kilómetros, no constituye
objetivo para nosotros, que les hemos atacado un par de veces por razones que
nunca supe entender pues siempre fue un fracaso, tampoco nosotros somos
objetivo para ellos, cada uno vive en su mundo (anoten esto para la ficción).
Observo más allá, donde las estribaciones se diluyen en planicies y se asienta
un enjambre de caseríos: Montepeque, Palacios de Concepción, Santa Inés, Piedra
Labrada, Meléndez de Guayabal, Las Lajas. En esos lugares la gente se quedó a vivir
la guerra y a respirar entre guerrilleros y
soldados, a modelar la esquizofrenia que se apoderaría de los salvadoreños,
mientras dedicaban su tiempo a sembrar maíz y frijoles en cada invierno o a los
que les iba mejor al montar pequeños negocios para vender
alimentos a la guerrilla y a los soldados.
Todo está cerca en
este país, cuyo tamaño es un poco superior al lago de Nicaragua e inferior al
departamento de Petén en Guatemala. Militares y guerrilleros, al igual que su
población civil, aprendimos a convivir al borde de nuestra sombra, a pensar
insistentemente que el propósito era destruirnos. La promiscuidad táctica de
nuestra guerra que cada quien se encargó de registrar en sus archivos, la pensó
y la vivió a ritmo tropical.
Al Oeste bordea la
carretera Troncal del Norte, que de la capital conduce hacia la frontera El
Poy, que separa El Salvador de la república de Honduras. La carretera atraviesa
los poblados de Apopa, Guazapa, Aguilares y La Palma, en cuyos asfaltos,
repletos entonces de agujeros, se produjeron sobradas batallas entre la
guerrilla y las tropas del gobierno. A norte del volcán está el poblado de
Suchitoto, como un pequeño fantasma que respira el sopor del lago artificial
Suchitlán.
Acababa de concluir
la temporada de lluvia, pero nuestro verano tropical todavía nos proveía de
zonas verdes, que hacían más cómodo el movimiento de las concentraciones de
tropa guerrillera. Según estábamos informados, íbamos a llevar adelante una
operación militar de gran envergadura, como en los años 1982-1984, cuando la
guerrilla alcanzó un arte operativo que le permitió concentrar batallones y
brigadas sobre uno o varios objetivos simultáneos —de esas batallas nos
quedaban los videos de prensa que fueron vistos en todo el mundo y las
películas del “Sistema Venceremos” y unas cuantas más de otras productoras
guerrilleras—. Ahora es noviembre, 1989. Lo queremos todo, incluyendo las
hamburguesas.
Tener la ciudad en la
mira es un arte de la contemplación.
Continuará…
(este fragmento es parte del libro titulado: “Entre héroes
imaginarios”)
La ilustración es propiedad del artista Héctor Hernández: Fragmento icónico, arte digital. 18x12 pulgadas.