Clint Eastwood y la loca que se escondía en un calcetín de futbolista.





Interrumpí un relato que tiene que ver con Clint Eastwood y su chimpancé Clyde —un tema incluido en una de mis próximas novelas—, digo interrumpí porque uno de mis archivos se abrió por accidente y me encontré con este relato de una loca que se escondía en la silueta de una media de futbolista y así entré por unos instantes a un hospital psiquiátrico.

Diario clínico del doctor Clint Eastwood:

“Aún tengo mis dudas sobre lo que vino a proponerme esta mañana. Se plantó frente a mí con la mano dentro de una media de futbolista a la que había pintado ojos, boca y lengua. Me envolvió el cuello, con esa misma mano, y con la otra sostuvo una cuchara con restos de cereal. Después me habló de un animal que le rasgó la ropa, un felino o algo así.”

El doctor Clint Eastwood la escuchó muy atento, anotaba cada cosa que la mujer le iba diciendo, por raro o “alocado” que pareciera. Tomó abundantes notas sobre el incidente de las muñecas que él regalaba: “Cuando el equipo médico sale de la habitación, ella les arranca la ropa y los cabellos, luego las piernas y los brazos y esconde los restos bajo la cama.”

Eastwood había ordenado a la jefa de enfermería que dejara en la habitación de la mujer algunas revistas, para que la loca se entretuviera con los trajes: “No importa que sean de hace dos décadas, un día volverán a estar de moda”, dijo él. La enfermera obedeció pero le dijo a sus compañeras que ya no sabía quién era el verdadero loco “o esa mujer o el doctor”.

Con las revistas sucedió lo que él había presupuestado: todas fueron tachadas o cortadas en el sitio de los genitales de las mujeres que posaban en las fotografías. Las tachaduras eran tan fuertes que las páginas estaban rotas. El estudio de Eastwood llevaba, de acuerdo a sus anotaciones, catorce meses y catorce días.

El doctor ordenó que le dieran suficientes plumas fuentes y abundante tinta. De algo estaba seguro, ella no tenía un cuadro suicida. La enfermera jefa del departamento no estaba de acuerdo pues le dijo que podía lesionarse ella misma o a otra persona. El doctor fue severo: “No lo hará, señorita, haga lo que le ordeno”.

Como se anota en el diario clínico, la mujer llegó con el calcetín de futbolista, moviendo los dedos y simulando una voz que no era la suya, “artefacto del cual su mano no salió en los meses que duró este estudio”. Ella preguntó si él (Clint) sabía quién era el encargado de las oficinas del registro de las cuentas bancarias. El doctor anotó la pregunta con el mayor apego a la verdad. La mujer sabía mucho de finanzas.

Ella escribió la misma pregunta en una de las revistas, además un párrafo que el doctor transcribió literalmente: “Una vez hubo un presidente que gobernó gracias a un frasco de aguas teñidas de azul. Tenga cuidado con los judíos, ayer supe que me buscan. He sido acusada de ser una queso-burguesa.” “Le sigue una palabra borrosa”, indica Clint Eastwood y continúa sus reflexiones sobre la mujer:

“Intenté convencerla de no destruir las muñecas y de no manchar las revistas, pero fue imposible. No comió en una semana. «De hambre nadie se muere», me dijo. Se arrinconó en un extremo de la pared, en el punto que separa la esquina de la cama y la ventana, colocó las sábanas y las almohadas como muros falsos y, hasta donde el sueño me lo permitió, pude ver cómo capturaba, vivas, a varias cucarachas que acababan de poner huevos, y se las comió, una por una. Desde entonces me mira distinto, no sólo a mí, a cualquiera que se le acerque. El guante hecho con el calcetín de futbolista parece tener una personalidad distinta, incluso tiene un timbre de voz propio”.

El doctor tuvo que devolver el resto de las revistas al lugar de donde las había tomado cuando ella ya no las quiso; volvieron a la biblioteca nacional que dirige un anciano que se hace pasar por escritor desde hace cuarenta años y que simula habitar en un solo día de la vida.

Un nuevo dato fue incorporado en el diario clínico: “Ella escribe con igual destreza con ambas manos. Cuando intento averiguar desde cuándo lo hace, guarda silencio y me da la espalda y saca una cucaracha de debajo de la cama y se la come”.

“Historial: de niña le quemaban las manos con cigarro porque le gustaba hacer correr las agujas del reloj hacia el lado inverso. Este dato lo obtuve de una mujer que llegaba a verla una vez a la semana y que dijo ser una pariente lejana. La niña argumentaba que no quería que dejaran de ser las cuatro del día lunes, porque le recordaba la hora previa a la primera función del circo”.

“Las ropas de las muñecas están debajo de la cama, en un cajón de madera. Algunos sobres de cartas que le envié yo mismo para observar cuál era su respuesta, siguen sin ser abiertas. Las ropas nuevas que le trajo la mujer que dice ser su pariente terminaron en el escusado”.

“Una tarde, antes de ordenar que revisaran sus signos, me dijo con voz suave: «Nadie sobrevivirá, si no ordena cuanto antes que todos utilicen mascaras con filtros». No puse la debida atención al asunto, creo haber entendido mal el mensaje”.

El doctor estaba convencido que la mujer no fingía nada de lo que hacía. Lo señaló infinidad de veces en los bordes del cuaderno clínico, como si él mismo se hubiese olvidado del lugar en el que estaba.

La noche que escapó del hospital, el conserje ya había apagado todas las luces, menos los dos faroles que alumbraban el portón principal. El doctor Clint Eastwood fue avisado de lo ocurrido en el mismo instante en que escribía: “No todos ven espantos, algunos sienten que están dentro de sus propias carnes, nadando en la sangre, rasguñando las vísceras, retorciendo el recuerdo de una desgracia bajo el cuero cabelludo, estropeando la piel con una comezón endemoniada, pero ella…”.

Dejó el diario clínico entre sus piernas para poner atención a la mala noticia: “Se escapó”, dijo el hombre. “Y cómo pudo ser”, se quedó pensando el doctor y dio la orden siguiente, que también escribió después como una nota improvisada en el diario clínico: “Asegúrese que los portones por donde se entrega la basura estén con sus pasadores y que la música de la habitación diecisiete sea apagada de inmediato, suspenda las entregas al habitante número ocho, vea el cuadro y encontrará más explicaciones”.

Clint Eastwood llamó al puesto de la comandancia policial más cercana donde se registró la siguiente conversación:

“Sí, señor, habla el director del hospital psiquiátrico, que se ha escapado una paciente le digo, bueno ese debe ser su trabajo, no me pida explicaciones a mí de cosas que no son de mi incumbencia, mi trabajo es totalmente distinto al suyo, no tengo la potestad de decir cuál de los dos es menos dañino para la humanidad, es correcto, no estamos hablando de eso, de acuerdo, está bien, los desaparecidos entran en los hechos que usted debe encargarse de resolver, no, no tengo idea de sus competencias, a mí me envían los cuerpos y se supone que debo comprender sus mentes, escuchó bien, dije sus mentes, así es, dígame entonces a quién tengo que llamar a esta hora de la madrugada, ese no es mi problema, para mí lo de la luna de queso no es más que un cuento, sin embargo usted se sorprendería de la cantidad de mentes que ven al cielo con la esperanza de cortar un pedazo, en esta ciudad, todos, con excepción de mi gato, estamos locos, no importa, señor policía, es su deber encontrarme esa mente que se llevó una de mis habitantes, su angostura de mundo no me quita el sueño, olvídelo señor policía, no me importa si usted no habla con su gato, y si no lo tiene es su problema, oiga, señor policía, qué es usted, sargento o qué cosa, bueno, señor Inspector, puede o no ayudarme, como usted diga: piel blanca, nariz aguileña, ojos negros, cabello lacio, yo qué sé, póngalo como lo escuche esto no es ninguna clase de gramática, veintiocho años de edad, cicatriz a la altura del ombligo, qué dice, piyamas blancas, de acuerdo, usted decide qué es o no relevante, pero déjeme terminar, quiero recalcarle, esa mujer lleva una de las manos dentro un calcetín de futbolista con ojos, boca y lengua, tómelo como quiera, loco o no, soy el director del hospital...”

Ahí se interrumpe la comunicación.

Minutos después, el doctor Clint Eastwood  fue a la habitación de la paciente, sobre la almohada encontró esta nota: “Recibí una carta, doctor, viene el circo al que me llevaba mi padre cuando era una niña, dicen que trae el mismo león que se comió a mi madre, veré si puedo convencer a uno de los payasos para que me meta en la jaula cuando acabe la función (dicen que después de los aplausos los leones quedan con mucha hambre).”

 El diario clínico continúa y se mezcla con un reportaje acerca de una mujer que camina desnuda por la ciudad y un orangután llamado Clyde que escapó del parque zoológico.








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