Necropsia del vuelo de la mosca.
Uno de los
primeros actos de nuestra tentativa tuvo lugar con Sandino. Después llegaron
los barbudos a La Habana ,
pero no fue tan soberbia como el plausible grito de la insurrección sandinista
al lado de nuestra almohada, gracias al mecanismo diabólico de la televisión:
el mundo no era más una caricatura, las masas derrotaban dictadores.
La bandera roja y
blanca dejó de ser una mansa paloma para volverse un águila mortal. Los muchachos
salieron a la calle bajo el auspicio del danzón: era posible vencer, aunque no
sabíamos a quién. Y así entramos al dulce abismo, la apoteosis de las caricias
con sangre para vivir golosamente entre el “espanto y la ternura”.
No pensé que
aquella tarde que estuve ardiendo entre los estudiantes de esa universidad —cuando
yo era un chico—, mirando la caída de Somoza, tendría tantos mecanismos de contrición.
Afuera seguían rodando las cabezas de los compitas; tuvimos nuestro primer
desatino: a los militares les llamamos gorilas. No nos percatamos que el lomo
plateado no es carnívoro.
Llegué
de nuevo a la facultad de derecho en 1992 —ahora sí, como estudiante— cuando la
tragedia asumió el guión de la telenovela, y nos enjuagábamos el culo en una luna
de miel digna de celebrarse en los burdeles. Quería ser el abogado mejor. Un
guerrillero desmovilizado soñando con redactar apelaciones o sentencias. Espantoso.
Días
antes de ingresar a la UES, en un bar de la ciudad llamado Las Antorchas —donde
el noventa por ciento de las mujeres bailaban cumbia al borde de la desnudez—
conocí un abogado de abdomen protuberante que más tarde me acompañó a ejercer
la mendicidad junto al veneno académico de esa ramera loca, tramposa
y malévola: la UES.
En su compañía logré verme en los espejos frente a los que un día quemaría los únicos
dos trajes del fiscal idiotizado que llegué a ser.
A
ese abogado me lo presentó otro abogado, un docente, muy dado a los axiomas
bíblicos: las trampas del génesis y la conexión con El Proceso de Kafka en contrapunto con el código penal. Digo, un abogado
que se adjudicaba causas pérdidas: la defensa de poetas sentenciados a muerte.
El
primer docente que vi se presentó de espaldas, mientras escribía el título de
su materia en la pizarra, nos dijo su nombre, era pequeño y calvo. Cerca de mis
orejas surgió el murmullo del odio cuando dio su nombre, doce muchachas del
patíbulo había transferido su materia de otro horario para no vérselas con el
elfo. Fallaron.
El calvo habló
cuarenta y cinco minutos sin parar. Había algo en ese pequeño monstruo: una forma
matemática de concebir el derecho.
Un
general del siglo XIX nos trajo la traducción del Código Civil que hiciera
Andrés Bello con la exageración propia de un poeta que mira en la amalgama de artículos
una sombra de belleza. Bello a su vez lo había tomado de Napoleón, que hizo lo
suyo con las tablas de Gayo. Nada sustancial sucedió desde nuestra aproximación
al derecho romano. Los bancos se volvieron los portadores del secreto y de la
auscultación de nuestra solvencia económica.
La
gran estafa del mundo moderno, el capital financiero, demostró que la usura era
algo parecido a una caricia que sucumbió a la bofetada de la tarjeta de
crédito. La nueva religión del mundo terminaría por aplastarnos. Carlitos se
despertó y supo que había estado soñando con el fetichismo del dinero virtual.
Los
enemigos sobran porque se siguen inventando con la maravilla del auto de
iniciación de las siguientes piezas del expediente. El nuevo proceso penal,
escrito con la ensoñación de decenas de miles de muertos, se desmorona en las
manos como un rollo de papel higiénico empapado con nuestra maravillosa secuela
alimenticia. Alguien llamó a la puerta para recordarnos que escodemos bajo la
manga uno de los tatuajes más conocidos en el mundo (tiritando).
Las
moscas rondan un cadáver que sufre la manía de la perversión de seguir en la
orilla azul de la bacinica que una vez usó Supermán luego de un aterrizaje forzoso.
En
la facultad de derecho se escribió la fábula del abogado que se prepara para
ser policía, en las aulas no es casual deslumbrarse con el resplandor de una
chapa del detective Malpaso. El forense
intenta meter las manos en los agujeros negros de nuestras cabezas, para
dictaminar antes de los despreciables noticieros estelares que nuestra vida se
reduce a una unívoca causa de muerte: asfixia por inmersión.
Hemos
sido los testigos ciegos de un crimen imperfecto: el arribo de la izquierda —semántica
por supuesto— al gobierno en la época que el planeta se calentó como un horno y
la decadencia humana llegó al fondo del escusado. El siglo XVIII será recordado
como el siglo de la ilustración y el siglo XXI como el más ilustre de la
estupidez humana.
El
11 de julio de 1991, casi un año antes de llegar a la UES, estábamos rodeados
por varias compañías enemigas. Al mediodía llegó el
eclipse total. La influencia del sol fue desplazada por la luna y se nos hizo
de noche. Los gallos cantaron de pronto en los caseríos lejanos, y los grillos
se arrebataron a entonar la novena sinfonía de Beethoven.
Las
tropas enemigas detuvieron su avance porque su mayor enemiga era nuestra amiga:
la noche. Fue la noche más corta que recuerdo, aún no llegaba a trasnochar en el
fondillo de los diamantes que traen las botellas de ron y el retrato goyesco. Esa
vez soñé que era un grillo, como Pepe, el amigo de Pinocho.
Delante
caminaba, Jaime Vélez, un medico colombiano de las FARC quien decidió mirar
hacia las alturas porque estaba convencido que “cuando se ama la revolución es
inevitable sucumbir en la ceguera”.
Hoy
imagino que ustedes fueron aquellos grillos hermosos que me cantaron al oído en
un coro que no paró a pesar que cinco minutos después que la luna se apartó, el
enemigo disparaba sus armas con la misma fe que nosotros creímos era exclusiva
de nuestra infantería.
Nuestro crimen
será imperfecto, sucumbiremos a la tentativa porque la más grande
proeza de nuestra ambición estriba precisamente en eso, en ser imposible. Debido
a semejante contrariedad nos merecemos todas las atenuantes que advierten los
códigos penales.
Siempre habrá
tiempo para las cumbias y los besos. Creo que la literatura tiene el suficiente
poder para desentrañar la racha odiosa y hermosa de un estudiante compulsivo
del derecho criminal que quema todos los días sus naves de chocolate.
Soy la mosca que planea sobre la hoja que se desprendió del árbol
otoñal, atormentada por el delirio de ser el culo divino que se caga en la
primavera.