Tres veces mojado

(fragmento de la novela Arizona dreaming)

Dos vehículos blindados de todo terreno se estacionaron en el parqueo del hotel. Cuatro tipos armados con cuernos de chivo bajaron para cubrir la salida de un hombre vestido con traje, corbata y zapatillas de cuero de cocodrilo. Llevaba un attaché negro que abrazaba celosamente contra su pecho, sus pasos eran torpes, como los de un miope.

El Coyote lo esperaba en el comedor. Eran las ocho de la noche. Un fuerte saludo de manos fue el recibimiento que marcó la huella de una vieja amistad. El pollero estaba de pie. Morgan y Snoopy se habían quedado en una mesa de la esquina. El recién llegado era un funcionario de alto rango vinculado a la oficina de migración de Guatemala, vio a los acompañantes y luego se dirigió al hombre por el que había llegado.

Es todo lo que pude obtener, dijo al tiempo que le entregaba un sobre color mostaza de 21.59 por 35.56 cm. El Coyote lo abrió, del interior sacó varios pasaportes extendidos por las autoridades guatemaltecas y dos o tres de México. Cuántos son, preguntó. Doce, respondió el funcionario. Perfecto, me va a servir de mucho. El Coyote sacó de una mariconera un fajo de dólares en billetes de a cien y los entregó al hombre. El funcionario apartó dos billetes y los metió en el bolsillo del saco, guardó el grueso con disimulo en el attaché. Hay una operación grande para esta semana, te recomiendo que no te quedes en la ciudad por mucho tiempo, sería muy peligroso, dijo el funcionario.

El Coyote se quedó pensativo, quizá los contactos estaban aburridos de sus peticiones o querían mejores señales de su estima. Era muy difícil averiguarlo ahora mismo. El especialista en detectar mierda era Morgan, él sí sabía cuándo había que cambiar de banda, entendía el momento preciso en que se debía soltar el balón. Las mismas autoridades a las que el pollero les pagaba grandes sumas de dinero, le destapaban sus escondrijos de vez en cuando, así eran esos negocios, inseguros como cualquier otro, nada era personal en aquellos caminos.

Hacía cuatro meses, cuando se encontraba en Los Mochis, en el estado de Sinaloa, tuvo un altercado con los señores del cartel, la orden fue expresa: los federales debían detener todo su flete, y así fue, en una noche, mientras caía una fuerte tormenta, los dos ranchos donde ocultaba a los mojados, fueron allanados por la tropa mexicana. Sólo él se pudo salvar, porque estaba durmiendo en la casa de un amigo narcotraficante, y además, la cosa era una advertencia, no querían destruirlo a él, sólo avisarle quién era el señor que mandaba en aquellos territorios, para que no se le fuera a olvidar, no fuera a ser que se le subiera la mierda a la cabeza.

Así era el transe, que de vez en cuando agarraran varios cientos de inmigrantes, devolviendo miles a sus lugares de origen el negocio se podía mantener en firme. Aquel que intentaba cruzar y no lo lograba, quedaba maldito, lo intentaría hasta morir o lograrlo, y ése era el chiste: que el peligro y las restricciones legales subían los costos de las operaciones de tráfico de mojados y, claro, las ganancias. Centroamérica es un lugar donde unos cuantos pequeños países con más de treinta millones de habitantes se debaten entre la vida y la muerte gracias a los bienaventurados gobiernos dirigidos por una caterva de ladrones, desde allí la gente siempre quiere llegar al norte, con o sin pollero.

Los capitales tienen que circular, querido amigo, le dijo en esa ocasión el general mexicano Delfino Parrilla, el de los bigotes ralos y espinudos y esa cara regordeta de aspecto aindiado y los cabellos ásperos y negros, muy parecido al Pumba de Walt Disney. Ni modo que nos quedemos callados todo el tiempo, algo debemos darle a esos perros de la prensa para que no vengan a querernos morder el culo, y no se haga el naco, que los ahorros le van a servir, ya luego pasará la tormenta, no se haga pucheros que ya está bien grandote. Tenemos en la nuca a esos malditos gringos y mientras nosotros nos entretenemos con un par de ilegales, ellos preparan la trampa con unos cuantos kilos que les vamos a dejar en un tramo solitario de la frontera, no hay otra manera de sobrevivir, estimado amigo, aquí estamos en una gran fiesta, y uno no tiene más remedio que mover el culo cuando le ponen la música.

Entiendes, carnal. Así es la vaina, no hay otra manera de sobrevivir, es una cuestión de negocios, un mercado donde todos ganan, donde se financian guerras o lujosos hoteles, operaciones de espionaje o bancos en quiebra: cuando quiero te dejo pasar y cuando me roncan los cojones te detengo, pinche mamón, o qué te habías creído, que México es una puta a la que puedes bajarle los calzones como te venga en ganas, no mi coyote, no es así la cabrona vida, aquí o te pones a cantar o te lleva la chingada hijo de tu mamacita chula. Qué se han creído estos cabrones guanacos.

Ahora la emboscada lo agarró metido con cerca de cuarenta mojados, hospedados en varios hoteles de la ciudad de Guatemala y un grupo de doce en un hotel desvencijado de Tecún Umán. Como siempre se le subió el azúcar.

Estás seguro, dijo en un tono de fracaso, con la esperanza de que el funcionario sólo estuviera jugando con él. Todavía le quedaban unos cuantos miles en efectivo que le podía dar en ese momento, si fuera el problema. Pero le vio algo en el temblor de los párpados y comprendió que por ahí no iba la cosa. Sí pues, es la información que pude obtener, y te la estoy dando de gratis, por amistad. Pero y qué pueden hacerme si no es ilegal venir a este país, todos ellos son centroamericanos, para qué putas sirve el C-A4 si no para que no nos andemos jodiendo entre nosotros. Tú comprenderás, mi amigo, que no es así, ellos saben que llevas un par de chinos y sospechan de que has estado transportando árabes, son los gringos y sus putas presiones, ellos ya se pueden de memoria esos olores; pueden dejarte hacer cualquier cosa, menos que le traigas a sus enemigos a las puertas de sus casas. Qué árabes ni qué ni mierda. Pues es lo que he oído decir, dijo el funcionario.

El Coyote pareció estar desarmado por unos momentos. Morgan había tomado la actitud serena y aguda que lo caracterizaba. Por fin, el Coyote, sin negar ni afirmar nada de lo que el funcionario le había dicho, decidió probar suerte: Y no crees que podemos arreglar con la persona que está al mando, a esta hora de la noche no puedo hacer mayor cosa para evitar que me vayan a joder. Esta vez creo que es difícil, como te lo he dicho, los gringos están de por medio, yo no sé en qué te has metido, pero sé que no tienen buenas intenciones contigo; el funcionario hizo una pausa, y en un tono tranquilo continuó: pero déjame hacer algunas llamadas y luego me comunico contigo, quizá logre algo, al menos darte un par de días extras. Pero cuándo, preguntó el Coyote, si ya son las diez de la noche y ahora es sábado, cuándo me vas a llamar. Tranquilo, amigo, ellos no piensan actuar mañana, ni el lunes. El hombre se puso de pie y salió con la tropa de seguridad en los lujosos vehículos que vomitaban gasolina de noventa y siete octanos.

            Guatemala es una de las ciudades más hermosas de Centroamérica, con las mejores noches, los mejores aires, y unas calles ancestrales donde uno quisiera quedarse para siempre, olvidado del mundo y de los amores, tirado en una calle, abrazando los recuerdos de lo que nunca fue; pero ni modo, cuando eres mojado nada más te toca pasarla viendo así de lejitos y con el culo en las dos manos.

A  eso de las nueve de la noche Morgan llamó a Mr. Robinson para que les acompañara a él y al Coyote y le ordenó a Snoopy que se fuera a comer por ahí con Tootsie. Los piratas decidieron buscarse un buen restaurante y comer algo para despejar dudas. La otra vez, de eso hacía ya unos meses, Morgan y un par de amigos habían cenado en un restaurante chino que quedaba a pocas cuadras del hotel; una indigestión provocada por el exceso de chicharrones les dejó una baja: el Kapi, un viejo veterano del ejército salvadoreño que solía acompañarlos en algunos de sus viajes. El veterano dejó las entrañas en el sanitario de los hoteles y las casas de seguridad donde pernoctaron, el hombre, que había integrado una de las mejores fuerzas de élite de la región, entrenado por los Boinas Verdes en Carolina del Norte y luego de haber pasado el curso de Lancero en Colombia, había tomado cama en una casa de seguridad, a causa de la diarrea que nadie pudo parar ni con sueros ni supositorios ni con tapones de olote, murió (bueno, según Snoopy no es que haya muerto de verdad pero tuvo que causar baja y regresar a El Salvador). Ese pequeño recuerdo asomaba en el grupo cada vez que visitaban el restaurante chino donde abundaban los afiches con imágenes de Bruce Lee, un lugar sucio que tenia por nombre Contacto en China.

            Apártese un rato del camino, dijo Morgan desde la esquina de la mesa, mañana temprano mueva a la mayoría de la gente hasta Tecún Umán y deje alguno de esos vagos de su confianza con usted. Me parece buena idea, pero no tengo quién me acompañe. Y los tres locos que venían en el autobús, dijo Morgan. El Coyote vio a su interlocutor con nerviosismo, de presto deslizó desde su boca una sonrisa con tinte de picardía. Se refiere a Remigio, pujó, usted me ha estado espiando, bandido. Usted me invitó a acompañarle, dijo Morgan, es mi oficio, observar a la gente que ando cerca. Y qué piensa del despelote, preguntó el Coyote con bastante interés. No creo que por ahora sea importante que yo le diga lo que pienso, lo prioritario es que salgamos del hotel mañana temprano. Pero dígame al menos cómo mira a esos muchachos. En el camino le cuento el resto de la historia. A la puta con usted, sólo es babosadas. Deje a los mojados aquí y que se muevan a Tecún hasta que se resuelvan las cosas.

En los momentos que esperaban la comida, hablaron de puras trivialidades, pero el Coyote no salía de la sorpresa, la noticia de los árabes le había puesto los nervios de punta, más que ninguna de las veces que había estado en aquellos lugares; le llamó más la atención el por qué Morgan no le preguntó nada sobre el asunto, era lo menos que podía esperar. El pirata lo observó varios segundos, hasta que él se percató y volteó la mirada. Qué, güevón, tiene algo más que decirme. Y yo qué le puedo decir, usted es el que conoce su oficio. El Coyote movió la mano derecha en señal de advertencia. Usted me quiere tomar el pelo, con esa su miradita de angelito me quiere ver la cara de pendejo, mejor déme una opinión seria, cómo le hacemos con este despelote. Yo que usted, dejaría que los guías chapines continuaran el viaje y me quedaría con un grupo pequeño por unos días aquí, en Guatemala, y otra cosa, dijo Morgan, con usted viaja una mujer que fue vendedora de películas piratas. Ya lo averiguó también, dijo el Coyote. Llevémosla, nos va a servir de mucho. Si usted lo dice, aceptó el Coyote con morbo. Una mujer siempre es buena compañía, y cuando es una cabeza inteligente, es mejor, dijo Morgan. Bueno que se vaya con nosotros, dijo, y enseguida preguntó, y para dónde piensa que salgamos. Por el momento comamos y luego vamos a darle una vuelta a la ciudad, no es bueno que estemos encerrados, dijo Morgan. Podríamos irnos un rato para Nicaragua, allá tengo una casa de campo, en un pueblito que se llama Diriamba, bien cerca de la capital. Usted, siempre queriendo correr, aguántela.

            En aquel pueblo nicaragüense el Coyote había tenido una de sus mejores casas de seguridad, a sólo cuarenta kilómetros de Managua, rodeado de árboles y de un clima muy fresco. Su gente que no se ocupaba más que de su trabajo y de ver hacia su propio pasado, allí él no era más que un guanaco que había tenido suerte en la vida, una suerte que se veía de a legua en las tres gruesas cadenas de oro que colgaban de su cuello y un figura de tres pulgadas de largo: un cuerno de chivo con incrustaciones de brillantes, regalo que le hizo el Señor de Los Cielos, cuando él apenas era un iniciado en el cruce de las fronteras.

Fue en Managua que conoció a Morgan, en el Lobo Jack. La noche que se vieron por primera vez, el Coyote estaba parado, frente al bar, en el momento que entraban dos muchachos cargando sus respectivas piernas izquierdas en el hombro y dando saltos con la otra. De dónde diablos había salido ese par payasos que se tambaleaban mientras avanzaban abrazados hacia una esquina y en aquella pose tan extraña. Supo que eran guerrilleros amputados de sus piernas. Ésa era la cosa no. Así se lo confirmó el bartender: Son inofensivos, vienen todas noches a beber unas cuantas cervezas, son salvadoreños, lisiados de guerra que nunca volvieron a su país. Con ellos estaba un hombre de baja estatura, con la elegancia y el perfil de un caballo pony, sus barbas recortadas en forma de candado y los cabellos peinados hacia atrás, usaba una camisa blanca, pantalones de manta de igual color y unas sandalias negras hechas en Medellín. Lo más sobresaliente era su mirada, rompía muros y ventanas. El Coyote lo estuvo observando unos treinta minutos, tiempo en que bebió tres whiskys. El pony había estado jugando con una piña colada sin alcohol mientras dos guapas mujeres se reían con dos mulatos que tenían el claro acento del caribe colombiano. Fue el pony quien tomó la iniciativa de ir hasta el bar.

Qué tal, mucho gusto, me llamo Morgan, dijo. El gusto es mío, soy salvadoreño, sin nombre, contestó el Coyote. Eso es muy bueno, no tener nombre es como no tener vida.

Esa noche iniciaron la conversación que los llevó a largos años de compartir negocios y turismo. Sólo el Coyote creyó que el encuentro había sido una casualidad. Así fue como él, que en esa época todavía no era un coyote, comenzó a trabajar en el transporte de carne desde Nicaragua hacia El Salvador y Guatemala, moviendo kilos de cocaína entre lomos de aguja encaletados en contenedores refrigerados, las bajas temperaturas y la poca experiencia de las policías de la región evitaron que nunca pudiera ser descubierta ninguna de las caletas.

Un coyote tiene que vivir en el límite, aunque pase tiempos de abundancia, porque un coyote no es más que un ilegal, el rey de los ilegales, al que le sobran las emboscadas.

Se quedó pensativo mientras bebía una soda. Sí, tienen razón, dijo de repente en un tono que parecía que acababa de dejar caer un peso de encima; vámonos un par de días para Malacatán, dejemos que pase la tormenta, un descanso no me caería mal, y conste, dijo mirando a Morgan, que lo decido porque confío en usted y porque ahora tengo un feo presentimiento que me dice que es mejor no andar solo por estas tierras, y de repente se le salió decir: Jehová también suele avisarle algunas veces a la gente como nosotros. Mr. Robinson lo observó con extrañeza, le pareció raro que un tipo como él pudiera tener el nombre de Jehová entre los dientes y la lengua. Aunque al recapacitar recordó que muchos criminales se volvían al evangelio y al testimonio religioso con facilidad.

Lo que muchos no sabían es que la madre del Coyote, que ahora vivía en Long Island, hasta donde él la había llevado junto a setenta y siete miembros de la familia, era fiel seguidora de Los Testigos de Jehová de la manera que él lo era de Los Tigres del Norte. Por respeto a su madre, soportaba escuchar las pláticas de esa congregación de fanáticos y locos, como él los llamaba. Solían reunirse en la casa de su madre en las épocas de invierno cuando ella ya no podía moverse por las calles debido a las bajas temperaturas. El pollero llegaba hasta esa lejana isla para verla, debía tragarse sus sermones y las lecturas de las atalayas, porque en esa casa, que él mismo había comprado a puro tráfico de mojados para que su madre pasara los últimos días de su vida, sólo se hablaba de Jehová, siempre que al menos dos personas estuvieran despiertas; aunque últimamente, se lo había hecho saber una de sus hermanas, la vieja había comenzado a hablar sola, nada nuevo para una anciana que venía de muy lejos a un lugar lleno de muros y de poca compañía. Él solía aburrirse con los temas de Jehová; la vieja, que lo sabía le había reclamado: Sé que ya no venís a la casa porque no te gusta escuchar la palabra, no te alejés de Jehová, que sólo con él podés salir adelante. Cuando él comenzaba a roncar en plena reunión de estudio bíblico ella lo pellizcaba. Era a la única persona que el Coyote escuchaba horas y horas sin contrariarle ninguna palabra. Era su madre no, y en el pueblo donde él había nacido, para los malos y los buenos, para los criminales o los santos: la madre es lo más sagrado. La madre para un salvadoreño es el dios al que se suele escuchar, es la que te ha traído al mundo, y que te traigan al mundo aunque sea una mierda, es una cosa extraordinaria, bueno, la madre de un guanaco tiene derecho a entregarlo al enemigo y hasta matarte. Cuando eres un coyote que nació en un refundido pueblo de El Salvador donde los gallos siguen siendo los mejores relojes para la hora de despertar, la madre es la jefa de estado, un tirano que puede pedir gusto, regañar, jalarte de las orejas, darte órdenes, ella es quien tiene los instrumentos y la autoría intelectual para hacer de ti lo que eres: un macho en cacería permanente. Madre sólo hay una, dicen, y madre salvadoreña como ninguna.

Snoopy y Tootsie visitaron dos o tres bares, estuvieron en Tacos Tequila, a un costado del Palacio Nacional de Cultura, luego en Las Cien Puertas; antes de regresar al hotel fueron a un lugar llamado El Portal, donde el dueño les dijo que allí, en esa mesa de madera donde estaba aplastados, Miguel Ángel Asturias había escrito El Señor Presidente, y en aquella, les señalaba, el Che Guevara leía libros sobre los mayas semanas antes de la caída de Jacobo Arbenz Guzmán. El dueño fue amable con aquellos guanacos que tenían la clásica hechura de las criaturitas del poema de amor de Roque Dalton. Bebieron abundante cerveza, una de las especialidades de la casa, La Chibola. Tootsie fue quien más insistió que debían irse rápido porque Morgan les había advertido que no bebieran alcohol y con el revoltijo del ron y los tequilas estaban para caer.

Snoopy raras veces tuvo un trabajo estable, la mayor parte del tiempo se la había pasado en la calle, prendido en la piedra, hurtando equipos de sonido de autos o asaltando mujeres en las calles de San Salvador, nunca había tenido nada, sólo las ropas que llevaba puestas; aunque Morgan le diera otras, él siempre las terminaba cambiando por una piedra; cuando Snoopy estaba prendido en la piedra, cambiaba todo lo que llegaba a sus manos. Los mejores tres años de su vida habían sido cuando, lejos del consumo de las drogas, había logrado convertirse en uno de los mejores distribuidores de coca para minoristas, en la misma capital. En esos días ganó mucho dinero, y hasta se compró un auto y una casa. Solía decir que él estaba hecho para los grandes negocios, nada más necesitaba que le dieran un pequeño empujón, eso era todo, un empujoncito y podía cambiarle la vida en redondo. Pero no era prudente, eso le imposibilitaba tomar medidas de seguridad o saber cuándo era el momento de retirarse, como hemos de suponer terminó en la cárcel. Sin embargo, era, por así decirlo, el hombre que siempre estaba dispuesto a morir por Morgan, y el pirata lo sabía, por ello le guardaba ciertas consideraciones. Sólo él podía entenderlo, porque Snoopy lo que necesitaba era tener un jefe, eso era todo, de ahí para allá nadie lo paraba.

Todos durmieron en el hotel, hasta el Coyote. Snoopy se quedó muy tarde conversando en el pasillo con la vendedora de devedés piratas. Era bueno que se comportaran con naturalidad, dijo el jefe, eso les ayudaría a estar pendientes de la noche. Fue una conversación que a ambos les cayó al pelo. Laura Magdalena estaba vestida con los mismos pantalones que llevó puestos desde El Salvador, pero ahora llevaba un suéter comprado allí mismo, en la ciudad de Guatemala, cerca de la catedral, era uno a lo Evo Morales, como se lo hizo saber el vendedor de la calle que se jactó de ser un vivo representante de la moda boliviana.

Le contó que cuando era una niña su madre le compró un canasto de bambú, y se lo llenó de colas de macho y ganchos para el pelo. Este va a ser tu primer negocio propio, si lo sabés cuidar, vas a llegar a poder vivir de esto algún día, dice que le dijo. Y lo logró, al cabo del año, para las navidades, ya tenía otro canasto con más adornos y cosméticos. En un bote de aluminio guardaba sus ahorros. Se quedó a ser una de las mejores vendedoras de la calle, y todo iba bien con las ventas, hasta que se vino esa mierda del Tratado de Libre Comercio, dijo con nostalgia. La vida se ponía dura, la policía llegaba a desparramar las ventas de películas piratas, ella se fue aburriendo de todo aquello, y decidió que su último tiro lo gastaría fuera de aquel maldito país. Y aquí estoy, le dijo, que más quiere saber.

Y adónde quieres llegar, preguntó Snoopy. Adonde sea, con tal de subir al norte. Pero el norte es así de grande. Mejor todavía, entre más grande más puede uno escoger, y usted, preguntó Laura Magdalena, que lo seguía tratando de usted. Pues yo, dijo Snoopy, iría adonde vayas tú. La manera como él la trataba sonaba artificial porque en su país pocos decían tú, se oye naco no. No moleste, dijo ella, yo no voy con nadie, voy sola. Por eso mismo es que te quiero acompañar. No necesito compañía, dijo ella. En serio, dijo él. Bueno, no quiero la compañía que usted dice. Y cuál es la compañía que yo digo. Los ojos de Snoopy comenzaron a brillar con esa picardía de bandido. Ella se sonrojó y dejó salir a tropezones una risa infantil. Mejor vamos a dormir que ya es noche, dijo. Pero vamos a seguir hablando, verdad, insistió Snoopy. Mientras no lleguemos a nuestro destino. Ya te dije que mi destino es el tuyo. No moleste. Te ves linda con ese delantal. Buenas noches, dijo ella y caminó hacia las escaleras, antes de entrar a su cuarto volteó a verlo, el bandido se iba recargando en las paredes.

En la mesita de noche sentó a su santo, acompañado de dos velas encendidas, un puro en la boca y una copa de ron, él fumaba con tranquilidad y bebía como los dioses. Laura Magdalena le habló entre susurros cariñosos, San Simón cruzó la pierna y le dijo algo que apenas se pudo escuchar, luego de media hora ella se quedó dormida con la ventana abierta. Su santo le hizo guardia desde la mesa. O sea que así es la cosa, nada más se trata de dormir en una cama de hotel, estar lista para cuando a una le den la orden, soñaba. A la mañana ya no había ron ni tabaco. La ventana estuvo cerrada desde las dos de la madrugada.

Morgan todavía no se dormía cuando Snoopy entró a la habitación. Tootsie estaba en el bañó, cepillándose los dientes y Mr. Robinson veía las últimas noticias de la televisión: las Fuerzas Armadas de Centroamérica habían dado un comunicado que levantó polvo, por fin ellos y la DEA reconocían que por la cintura del continente pasaban más de quinientas toneladas de cocaína al año, y que un país de la región, donde se había implantado el dólar como moneda de curso legal, tenía el sistema financiero más sospechoso de servir como lavandería del narcotráfico. Morgan sabía que aquello eran puras pamplinas, ahora se trata de heroína, dijo, un kilo vale mucho más y es menos bulto, te cabe entre los bolsillos del saco. Alguien estaba mintiendo.

Pasaron la noche sin novedad y en horas tempranas salieron en dos vehículos, Morgan, Mr. Robinson, Tootsie y Snoopy fueron en la camioneta GMC, que estaba a nombre de un amigo chapín, con la documentación en orden; el Coyote iba en un vehículo inscrito a su nombre llevando a Remigio, Romeo y Lucas, también Laura Magdalena Miraflores subió con ellos.

   


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