Sexo y lágrimas al final del túnel.

He intentado recordar en qué estaba pensando la noche que escuché la noticia sobre el final de la guerra civil. Creo que todos sabíamos que la guerra había terminado, pero como borregos esperábamos que nos dieran la noticia. Yo pensaba en irme a respirar como un demente en el centro de la calle y cantar Imagine de John Lennon.

La mujer de la tv lloraba mientras leía la nota. No era una actuación  —al menos el llanto no lo era—, y era contagioso, digamos, bien merecido. Era el 31 de diciembre de 1991. Fue uno de los momentos fugases de felicidad en este país de la muerte. Decirlo me provoca un dolor en las muelas.

Faltaban dieciséis días para que las cúpulas de la guerrilla y el gobierno firmaran el documento oficial, pero de común acuerdo notificaron de forma anticipada la fecha del fin de la guerra en las vísperas del año nuevo. A partir de la madrugada del uno de enero de 1992 comenzaba el cese del fuego. Como siempre todo lo sabíamos sin ningún misterio.

Desde 1972 hasta 1992 habían transcurrido 20 años de guerra, y mucha gente, incluso, a algunos de los veteranos más curtidos, les llevaría otro tanto igual comprender que habían estado peleando contra molinos de viento. Innumerables documentos ocultos y cientos de miles de balas disparadas, miles de cañonazos y de bombas lanzadas. Los muertos, ya se sabe.

Es fácil imaginar que un suceso como aquél iba a provocar un estado de ánimo especial, no solo en los soldados y guerrilleros sobrevivientes, sino en sus familias, en sus madres y hermanos, en sus padres, en sus amigos, mujeres, compañeros, que les esperaban en casa, en una esquina, en el caserío despoblado que arrasó la batalla. Regresar es encontrase y eso es casi un poema.

Muchos pensamos que de una experiencia como la vivida iba a surgir un ser espiritualmente distinto: el guerrero debía volver al jardín para llevar la primavera a todo el mundo. Pero no fue así.

La frase “Ni vencedores ni vencidos” se puso en boga, un ex comandante guerrillero escribió un libro con ese título. Pero lo cierto es que todos fuimos vencidos en el más genuino sentido de la estupidez.

Durante aquellas primeras horas y días de luna de miel, pensamos que íbamos a construir juntos una nueva “patria”, floreciente, generosa, solidaria, amiga, pujante, reveladora. La primera falsedad es que no estábamos juntos, aunque lo fingiéramos bien. La comunidad del cese del fuego no se desarraigó de la guerra y de los enemigos, se preparaba para emprender su siguiente guerra, o mejor aún, a devorar lo poco que había dejado en pie. La “fórmula Rousseau” no encajó.

Aquel mes de enero de 1992, los salvadoreños y salvadoreñas vivimos el éxtasis de una lujuriosa luna de miel. Bebimos la miel del sexo, tuvimos a mano un clítoris húmedo y generoso y una verga lo suficientemente dura para el deleite que el momento requería.

Otros 20 años han transcurrido desde entonces, como los mismos veinte que cerramos con la firma de Chapultepec, y este país no es mejor que el que dibujamos con nuestras manos llenas de tierra en las callecitas de los pueblos donde espejaban las polainas de la Guardia Nacional de hace cuarenta años.

No hablaría de expectativas si yo no los hubiera tenido, escupidas con la diligencia irremediable de un tuberculoso. Quería un mejor país para mis hijos, que caminaran en la plaza sin mirar a los lados con sospecha, subir a los autobuses sin miedo. Admitámoslo: nuestras generaciones fallaron, hemos entregado un mundo igual de caótico que aquel en el que crecimos. En la carrera de relevos la antorcha se había apagado unos cuantos siglos atrás. Hemos buscado la mano del relevo con un puñado de cenizas.

En mi niñez y adolescencia nos matábamos por llevar un libro de Marx bajo el sobaco, ahora no, pero ya nadie lee a Marx, al menos no muchos, y una parte de los pocos están en Harvard: intentando comprender el esquema Ponzi, verbigracia: el fetichismo de la mercancía y el alma de la plusvalía. Ahora el melenudo alemán no es un leitmotiv para el asesinato. En su lugar morimos gracias a la tecnología, nuestro punto más frágil es el celular, ese artefacto que cuando timbra puede despertar miedos y sospechas, si no conoces el número, o si eres de los que espera la amenaza del inframundo que reclama el tributo desde ese otro estado paralelo auspiciado por el inoculado instante criminal del salvadoreño.

Este pedazo de escrito no pretende aludir al sinsentido de Kertész, ni al absurdo de Camus, ni es un elogio al pesimismo de Schopenhauer, aunque podría parecerlo porque bajo este cielo ya no lloran las golondrinas. Haga usted las cuentas, mire a su alrededor y repiense cada instante de su vida en estos ardientes momento de la patria. No necesitamos noticias para comprender el lado más luminoso de las sombras. Esta vaina no es un asunto de presidentes, ni de policías, ni de profetas, esta es la obra suculenta que todos hemos construido con delectación, como un inmenso mosaico pintado con sangre.

Recuerdo que alguien me dijo que al final del túnel íbamos a ver la luz, debo decir que la frase me maravilló, solo hasta que comprendí su alcance: se trataba de la luz de un tren que venía a hacernos mierda mientras nos revolcábamos, jubilosos, empapados en sudor, creyendo que estábamos próximos a la salida.

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