Hay un monstruo en la habitación del baño
Todas las mañanas veo un perro en el espejo. Un perro negro y grande. Me recuerda el olor que deja el sudor en las habitaciones y la huella de la espuma en las bañeras de los hoteles. Las tarjetas electrónicas que abren sus puertas en la madrugada.
Es una fábula que comenzó en un libro blanco, luego se extendió a los aviones, y más precisamente en un aterrizaje forzoso. No hubo muertos. Importante decirlo antes de continuar este libelo.
El calor era ahogante en el aeropuerto. No había mucha gente esperando. Unos cuantos aldeanos y el paso inesperado de un pastor evangélico que arrastra su maleta con dificultad, la mirada extraviada. Pocos le conocen o simplemente no quieren reconocer que el tipo es un payaso de la televisión.
Mientras esperaba recordé a los duendes del círculo del anillo y a unas criaturas grotescas de Centroamérica que representan uno de los ángulos más retorcidos de nuestra mitología: un ser que come ceniza y acosa a las niñas en los caminos, despreciable y barrigón y una mujer de cabellos largos y sucios, de tetas aguadas como las de la abuela del Profesor Chiflado, manos con uñas largas y sucias y el rostro devorado por la odiosidad.
Ese es el lado siniestro de las pasiones que nos dejó la conquista y su reinvención de una mitología absurda y detestable. El amor reducido a lo macabro. La mitología define la realidad, no pocas veces, porque es popular. Nuestro mantel de la cena se viste de pecado y de culpa, de arañazos con ponzoña y de cenizas.
Había un tercer recuerdo, la “Fábula de José”, la extraña novela de Eliseo Alberto, hermosa sobre todo. Veía a José en la jaula, rodeado de aquellos olores a pantera y a tigre de bengala. Vaya, José, me dije, tuvo razón tu dios, matar por amor es una forma de la legítima defensa.
Los elfos, en cambio, son hermosos como la serpiente emplumada. Dónde está la mitología de nuestro amor, Centroamérica, o cómo mierdas te llames cintura de avispa. Creí descubrirlo en el espejo, cuando vi aquel perro negro que sacaba su lengua roja y me miraba como se mira a los hombres cuando se tiene mucha sed.
La nube de vapor empaña el espejo, mi mano lo limpia, mi corazón de perro, mis manos borrosas sosteniendo una tarjeta electrónica con el número 0...
Tenía a mano un libro de Rabelais. Sus personajes Gargantua y Pantagruel y su vicio por la popularidad del pedo y de esos culos sonoros que no sienten pudor a la hora de cagar tinta. En la imaginería de lo grotesco los hombres pueden habitar en un segundo mundo y ostentar una segunda vida.
La exageración, profusión o hiperbolismo, como sabemos, suelen ser los signos más característicos de lo grotesco. Entonces esa criatura despreciable llamada Cipitío y su compañera de aventuras, la Ciguanaba, son una exageración de lo imposible y monstruoso. Indeseables.
Pero viéndome al espejo y descubriendo en mis ojos la mirada del perro no sé si estoy acompañado del monstruo que se revuelve en mis tripas. Dejo de ver la tarjeta electrónica y pienso en el número que lleva impreso. Sé que hay una cámara que me filmó al entrar y que me espera al salir.
Sé que quizá esta sea una exageración, un pretexto para delinear otro guión para un corto que podría titularse: un monstruo en la bañera atrapado en la duda razonable.
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