El “caso jesuitas”: entre la justicia pop y la hipocresía de España.



Con la muerte de Francisco Franco, España comenzó el crudo camino al que sutilmente le llamamos democracia, una entidad que parece estar basada en el olvido, o al menos es uno de sus caracteres más sobresalientes, a juzgar por el discurso empleado por sus defensores.

El general Francisco Franco dio un golpe de Estado en 1936, provocó con ello una cruenta guerra civil que supone más de un millón de muertes. Desde 1939 ― cuando se produce la derrota del frente que aglutinaba a los defensores de la Segunda República―, hasta 1975, se vivió una época de dictadura despreciable.
En 1977 España no tuvo más opción que dictarse su propia ley de amnistía con la misma finalidad de casi todos los que lo han hecho, “superar un conflicto interno”. Esa ley es vigente y es defendida por socialistas y conservadores bajo el argumento que es un instrumento fundamental de su democracia.

El debate jurídico está en pie en la península: su ley de amnistía contradice el derecho internacional público firmado por el mismo Reino de España. Y el debate tiene que ver con la forma de concebir un asunto que comporta la personalidad: la memoria.

La ONU ha manifestado su preocupación por esa ley y ha amonestado a España por considerar que “los delitos de lesa humanidad no prescriben” y porque las amnistías en lo que concierne a violaciones de derechos humanos contrarían lo estipulado en el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos. Pero es precisamente la ONU la que contribuyó a edificar la ley de amnistía en El Salvador y la ha esgrimido como uno de los instrumentos básicos para el logro del cese al fuego entre la otrora guerrilla y la Fuerza Armada.
Esos son los hechos. Los crímenes y los olvidos sobran. ¿Por qué España entonces viene y pretende juzgar  hechos sucedidos en la guerra civil de El Salvador si es incapaz de juzgar los propios?

No me parece que la respuesta sea fácil aunque sí reprochable.

Sabido es que en política solo se juzga a los vencidos, jamás a los vencedores, y muy pocas veces a los no vencedores, la justicia es en este sentido no un tema de ética, o no es al menos su motor principal, la justicia por crímenes de lesa humanidad es ante todo un acto político, aunque no lo queramos admitir.

En el delito de lesa humanidad generalmente su construcción fáctica está representada en un edificio de interpretaciones históricas adversas y negadas entre sí, en las que vemos una disfunción de los antiguos enemigos, defendiendo la amnistía de consuno para escapar, en primer lugar, de las rejas, y en segundo lugar ―que quizá sea en primer lugar―, para defender la verosimilitud de sus postulados y el papel que jugaron en “su historia”.

En el caso de la guerra civil de El Salvador, al menos desde el punto de vista estrictamente militar, no hubo vencidos, que es como decir que no hubo vencedores. Este especial dato de la historia, que supone una anomalía que impacta en la psicología de la gente, expone una realidad política muy compleja: los actores fundamentales de la guerra, las ideologías que representan, y por supuesto las entidades políticas creadas a su antojo con el final de la guerra, requieren para poder subsistir, un territorio llano y dócil, al que se le haya quitado las brumas y el estiércol dejado por los caballos de guerra.

La imprescriptibilidad de los crímenes de lesa humanidad y el juicio penal pretenden arropar una ideología: la verdad. La negación del juicio por medio de la amnistía pretende arropar otra verdad: la paz y la democracia. Ambas verdades siempre serán controvertibles y cada una de ellas se asume en la mentira del adversario. Ambas son insuficientes para explicar por qué estamos aquí.

¿Hasta dónde es posible que a partir de un juicio penal se conozca la verdad histórica?

Una aproximación necesaria: el juicio penal conlleva inexorablemente una construcción que se conoce como “verdad ideológica”. Esta terminología es generalmente aceptada por diversas disciplinas y más bien es filosófica. Cuando nos disponemos a indagar, a deconstruir y construir con el fin de aproximarnos a una respuesta, no podemos hacerlo de otra manera que por medio de ese mecanismo, que no produce más que el dibujo ideal de lo que aceptamos como hecho acaecido.

Pero hay otro tipo de juicios que de igual manera son fundacionales para esas verdades ideológicas: los históricos. En la medida que pasan los años se ha venido debatiendo acerca de los crímenes de los sacerdotes jesuitas. Desde el informe de la Comisión Moakley (1990), pasando por el informe de la Comisión de la Verdad (1993) y los libros Una muerte anunciada de Marta Doggett (1993) y Pagando el precio de Teresa Whitfield (1998), se ha llegado a sostener ciertas verdades históricas, en las que por supuesto hay responsables intelectuales consumados, las fuentes que sustentan la investigación siguen el mismo hilo conductor.

El juicio en España contra los militares salvadoreños no tiene por finalidad buscar la verdad, esa ya la conocemos. De la lectura de la demanda y los razonamientos que vierten los abogados querellantes y defensores de las víctimas, se asume que ya sabemos quiénes fueron los responsables y hasta cierto punto cómo sucedieron los hechos.

Hay una verdad pop que las sociedades van difundiendo como suyas en la medida que no se producen los debates históricos de sus hechos más sobresalientes, o porque se producen a sus espaldas o porque la gente les da la espalda. Para una parte importante de la comunidad salvadoreña, incluso para los amigos y defensores de los militares implicados en el caso, los motivos del crimen y la verificación del mismo, no está en discusión, lo que está en discusión es el juzgamiento. Porque el juzgamiento punitivo es lo único que no puede producir la historia.

La aparente o real búsqueda de la verdad es un argumento de quienes defienden el juicio penal. Pero la gente ya sabe lo que sucedió. Lo que la gente quiere es esa variable innata en el hombre: la venganza. La venganza es una criatura de la justica pop que necesita sus escenarios para deleitarse en la euforia. Solo en el juicio penal se puede ver caer a las personas con tanta fuerza ―aunque no tanto como en la guillotina.

Importa poco o nada el valor ético que le asignemos a la venganza. Importa muy poco. Pero es muy cierto que el síntoma mostrado por los defensores del juicio es la necesidad de ver caer a aquellos que no se les pudo vencer en la batalla. Porque el juicio penal, contrario a lo que la dogmática intenta explicarnos acerca de su valor reparador del daño ocasionado por el crimen, bajo la supuesta prevención que genera la pena, es una amenaza latente. En el nivel más interno de nuestra psique siempre habrá una necesidad de venganza aunque no sea una venganza llevada adelante por nuestra propia mano, aunque necesitemos de cercanos o lejanos tribunales, lo que queremos es ver caer al criminal.

No debemos perder de vista que nuestra construcción cultural tiene un alto componente positivista, por ello es que pretendemos buscar la verdad a partir de mecanismos legales, o lo que es todavía más ambicioso, a través de juicios penales, aunque la mayoría consideremos que la institucionalidad del derecho penal es una de las más desprestigiadas en cualquier lugar del mundo.

La justicia pop potencia la aspiración de ver caer a los militares que sustentaron el mando de la Fuerza Armada en el momento del crimen. No se discute su legitimidad, o si se prefiere su naturaleza contestataria. Esa parece ser la razón más fuerte en este debate, aunque no lo queramos admitir. El juicio de España, de llegar a celebrarse, y lo que es todavía más ambicioso, que llegase a culminar con la condena de todos o de varios de los militares acusados, se volvería un fiasco. Los blogs y las voces de otros espectros de esa cultura pop dirían con bastante seguridad: “Ya sabíamos quiénes fueron los culpables” “No hay nada nuevo”. Los curas de la Compañía de Jesús se irían a dormir de aburrimiento porque ellos más que nadie saben a pie juntillas lo que sucedió y por qué sucedió. Podemos imaginar lo que puede suceder si los militares no son enjuiciados o lo que es peor, si son enjuiciados y absueltos.

Los argumentos dados por las izquierdas y las derechas españolas son sustancialmente parecidos a los dados por sus similares en El Salvador. Es una defensa institucional, y en nuestro caso pareciera ser que es la única institución fuerte en estos días, la institucionalidad de la impunidad. En eso seguimos siendo hijos de la madre patria. Seguimos sus pasos con bastante cercanía, aunque, como el hijo que se prende de la teta de su madre, se hace el dormido.

Más que juicios necesitamos historiadores.

España está atrapada en sus mismas telas de araña al no poder actuar sobre su historia desde la óptica punitiva. Nosotros estamos atrapados en su influencia, porque no podemos dudar que los tecnicismos y las ponderaciones ideológicas son valiosos. Sabemos que este caso, como todos los de su tipo, no pueden ser debatidos más que por evidencias históricas, ese es el carácter sustancial de estos juicios, precisamente por ello lo que ya se ha admitido por algunos sectores como verdad es la que se pretende imponer en el juicio, no hay otra, o al menos no se ha institucionalizado otra.

El juicio penal apunta al debate de los hechos de la guerra sin importar quiénes hayan participado como autores de los crímenes. Y en una guerra civil es muy difícil aceptar que haya un bando que no cometió crímenes. En ello radica la evasión de ciertos personajes, que obviamente no precisan que se investigue nada por medio de ningún mecanismo punitivo porque ellos también están ahí, en la delgada línea roja. De ahí el silencio de los partidos políticos, su complicidad.

Bajo la verdad buscada, defendida y ocultada, hay siempre una enorme mesa de negociadores, porque la justicia es un acto puro de negociación política cuando aborda el pasado de nuestras sociedades. El entuerto está dotado de cualquier cantidad de instrumentos legales a favor y en contra. Los mismos argumentos de la defensa salvadoreña son los que se utilizan en España para no abrir los casos por crímenes de la dictadura. Este dato de por sí es fundamental, por la ilegitimidad misma del Estado que reclama a los militares. No podemos olvidar que el derecho penal y la justicia universal tienen a su base el debate de las ambigüedades políticas.

La demanda misma es una evidencia de lo antes dicho: el que no se haya podido sostener la acusación contra el ex presidente Alfredo Cristiani dice mucho de este caso. No debemos olvidar que Alfredo Cristiani fue erigido por la historia oficial como el “presidente de la paz”. Una sociedad que deba enjuiciar el “símbolo de su paz” es una completa estafa. Es irrelevante hasta qué punto la sociedad acepte esa verdad, la historia oficial tiene sus propios mecanismos para hacerse valer.

Esas son las claves del discurso y de la ideología que se erigió con el acuerdo de paz. La institucionalidad de la ideología dominante no es la que se escucha en los mercados y las plazas o en las redes sociales―que es otra especie de mercado y plaza―, es la que sostiene nuestro decadente modo de vida al cual todos pertenecemos inexorablemente.

La justicia sigue mostrando un interés manifiesto por un tipo de víctima alejada del descalzo. ¿Cuándo veremos que se hable y se defienda de igual manera a las mujeres y hombres que fueron asesinados durante la guerra civil, que no eran curas, y mucho menos curas jesuitas, y mucho menos curas jesuitas españoles?
La hipocresía de España es nuestra propia hipocresía. No estamos dispuestos a enfrentar la verdad, solo la verdad que arropa sutilmente la venganza contra nuestros enemigos, una verdad que tiene topes, porque la justicia penal es la continuación de la guerra por otros medios. Una verdad que oculta a los financiadores de la guerra y a sus organismos de inteligencia y sus aparatos políticos, es una verdad a medias.

Los anuncios de Barack Obama sobre restricciones migratorias para violadores de derechos humanos, que supondrían una desventaja para los militares acusados, es una argucia porque muchos de los criminales viven y están ahí, son ciudadanos norteamericanos de pura cepa que participaron en la Guerra Fría desde la CIA y otros aparatos militares. Ninguno de los abogados acusadores dice algo contra ellos, hay un silencio, aunque sobran los documentos que ilustran la ayuda militar de estados Unidos durante la guerra, y especialmente en la época del crimen contra los jesuitas, y porque el mayor autor intelectual de muchos de los crímenes de El Salvador es Estados Unidos.

España nos debe mucho para que se precie de justiciera. Nos debe el oro y los millones de ancestros que sepultó con su Biblia y su espada maldita. Nos debe la mentira y el militarismo. Nos debe la paz robada. Nos debe el horizonte oscurecido. Nos debe la selva y el jaguar. Nos debe la vida. Nos debe el idioma que silencio. Nos debe los dioses robados. Nada de eso nos puede devolver con un juicio penal.

Hay hombres y mujeres que no buscamos la verdad en las instituciones oficiales, menos en el retorcido cadalso de los juicios penales. Hay hombres y mujeres que hemos divisado el gran engaño de las verdades oficiales en las argucias de una justicia poco probable y advenediza. Hay hombres y mujeres que miramos el camino de hormigas con la certeza que la verdad es un pequeño grito en la jungla que se pierde en las noches, cuando recordamos a los seres amados por encima de la estúpida toga de un maldito juez español. 


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