El reino del simulador goyesco
El
miedo no fue el enemigo mayor, no aquella tarde cuyo cielo se caía en delgadas
y grises cáscaras, como la pintura de una vieja pared en un caserío solitario
donde no quedaba ni siquiera un perro vagabundo para ocuparse de toda la carne
podrida que los batallones dejaron a su paso.
El
remolino levantó las hojas secas y las dejó en el lomo de un árbol derribado
que tenía la forma de un cocodrilo dormido en un charco de sangre. La mirada
del muchacho que limpiaba su arma se empañó y sus manos curtidas y flacas se
arrebataron en dirección del rostro, con el dorso restregó sus ojos con un
atenazador movimiento, casi asesino.
La
ramazón apenas tenía entre sus flecos tostados unas cuantas hojas que con
seguridad caerían esa misma tarde con la brisa del crepúsculo. El sol metálico
entraba hasta el suelo con la fuerza destructora de un cañonazo, unos metros
adelante se veían pequeños grupos de muchachos que se preparaban para un viaje.
Sus ropas y sus pertrechos eran réplicas de la versión anime del “reino del simulador goyesco” que el poeta terminó de
escribir ese día.
El
muchacho aún no salía de la confusión de la noche anterior cuando, bajo una
luna temblorosa, habló con el simulador acerca del obispo Berkeley. “Era
posible sentir el hielo con sólo imaginarlo, era cierto que se sentía porque se
pensaba”.
Confuso
procedimiento para hacer comprender al pequeño adolescente, que había un motivo
por el que esa misma tarde podía entregar dócilmente la vida que
nadie conocía en el mundo, más que su jefe y los cuatro pelones de la unidad
militar que quedaba después de seis años de bombardeos.
Los
manantiales se habían secado apenas iniciado el verano y de los huertos
frutales quedaba muy poco, sólo para los pájaros, los únicos que podían llegar
hasta las ramas más altas y delgadas donde se podía encontrar una fruta madura mordisqueada
por las ardillas.
Por órdenes de la
jefatura sólo podían bañarse una vez por semana, cuidando el orden y lista
hecha por el jefe inmediato, las mujeres tenían una prioridad sostenida en su
ciclo menstrual. Entonces fue que el artista de la unidad de propaganda comenzó
a escribir una historia por entregas donde recreaba en detalles el absurdo de
la nostalgia. Una mujer llamada Madonna bailaba y cantaba rock, era la protagonista.
Este acontecimiento puso con los pelos de punta a los comisarios bolcheviques
que no gustaban del rock y menos del nombre de mujeres que derrotaban a los
hombres.
Cada tarde,
después de desatar su furia sobre unas cuantas hojas de libreta, salía a
caminar por las veredas con un viejo martillo y un puñado de clavos. Dejaba una
réplica de la historia en los árboles más gruesos del camino y se escondía para
observar los gestos de sus lectores. El dibujo de Madonna era gracioso, casi
siempre estaba sentada en una pequeña “isla bonita”, llevando un sombrero negro.
Los muchachos
perdieron el interés por el aseo de sus armas, dejaron de pensar en la victoria,
matar al enemigo dejó de ser un fin. Ocupaban las horas de guardia en leer la
historia del pequeño desierto en el que se había convertido el frente de guerra
o en discutir el nuevo capítulo de la historieta, como si se tratara de una
telenovela. Vivían en otra era, muy distinta a la establecida en el último
manual del estado mayor, susurraban en la “isla bonita” la silueta de un “falso
profeta de barbas pobladas y gorra verde olivo”.
La
noticia rebalsó los ánimos de los comisarios, la poesía estaba superando el
calor de los fusiles. La historieta fue cancelada por orden suprema, por
considerar que se sostenía en motivos fútiles, la prueba estaba, se dijo, en
los rostros famélicos de los personajes —muy ofensivos para la estética de
aquellos años—. El retrato de un reino absurdo que lindaba con la decidía y la
malicia de un “típico traidor que presumía con su pluma y picardía en los
escondrijos más execrables del arte para burlarse, que es como engañar, a
expensas de la causa y con el agravante de tener por horizonte a una cantante
yanqui como Madonna”, sentenciaban.
La acusación se
sostenía en el mismo discurso religioso que los jóvenes guerrilleros escuchaban
cada mañana. Terminaron aceptando que era cierto, esa historieta era un
atentado que debía salir de circulación (algunos sufrieron en el anonimato, era
preferible antes que pasar a la lista de fusilamiento).
El
simulador entregó al muchacho aquel texto del obispo que hablaba de las
sensaciones, un mes después de haber llegado de la Siberia. No había
mucho que hacer, más que recordarles que existían unos objetos rectangulares de
papel, llenos de letras que se llamaban libros. Lo del obispo era para conocer
no para creer, un pequeño detalle del método socrático, la discusión de la
diversidad discursiva y la huella de una bala perdida que terminó sembrada en
la cabeza de un aldeano de dudosa reputación que juraba haber visto con vida al
poeta el día de las madres.
El muchacho estaba maravillado con el hielo y
el fuego, antípodas que se le antojaban como meros inventos de la mente. Todo
es imaginación, le dijo esa tarde, hasta los fusiles libertarios y aquella estrella
que se mueve por las noches a la hora de hacer guardia, si no fuera así no seríamos
capaces de seguirla. Pero la blasfemia mayor que esa tarde auguró el poeta
simulador fue asegurarle que la revolución sólo tenía sentido en la medida que
era imposible, porque su razón de ser era combatir a todos los poderes
terrenales, no importaba quién estuviera tras de ellos, porque en el poder, le
dijo con tristeza, no hay revolución.
El poeta fue apresado esa misma tarde y le fue
decomisado su arsenal, lápices de carbón, tres cuadernillos con más de
trescientas caricaturas, un libro de poemas, un
folleto que hablaba de la revolución de la risa y el miedo a la burla, y toda
una obra narrativa hilvanada con premura entre la fijación y el movimiento
fotográfico, y por supuesto sus tesis sobre la naturaleza imposible de la
revolución. Al entrar la noche fue llevado a otro campamento y le hicieron
tragarse el fallo: “Las evidencias estaban ahí, dentro de su mochila y en
su libreta de anotaciones, debía morir”.
Cuando
todos sintieron que en el ambiente palpitaba un olor parecido al de los huevos
podridos, el simulador aprovechó para hablar de aquella historieta con el
muchacho.
—Cómo
vas con el obispo —preguntó mientras apretaba con los dientes un grano maduro
de café.
—Sería
bonito si pudiésemos hacer hielo o fuego con sólo pensarlo.
—Ella vive en un tiempo que ni tú ni yo podemos comprender. Ella no
quiere nada, solo nuestras vidas. No olvides que por algo se comienza.
—O
se termina, como tú y tus historias —. El muchacho hizo una pausa, volteó el
rostro hacia un árbol cercano donde quedaron pegadas las puntas de la página de
su última entrega que trataba sobre la mentira de la nostalgia y preguntó: — ¿Qué
harás ahora?
—Lo
que me mandaron hacer.
—Tú
no eres hombre de armas.
—¿Y
tú sí?
—Creo
que no, pero tú eres poeta —respondió el muchacho con tristeza.
El
simulador rascó dentro de su bolso de cuero y sacó un libro grueso que tenía en
la portada el dibujo pálido de un galeón hundido en medio de la selva.
—No
lo abras hasta que me haya ido —dijo.
—Dime
al menos por qué me lo das, sabes que yo soy incapaz de imaginar algo que valga
la pena — espetó el muchacho.
—Dentro
de poco comprenderás el significado que un pedazo de hielo puede tener para la
vida, y quizá más para la muerte.
—Puedes
escapar ahora mismo, soy el único guardia despierto, por qué no lo haces.
—El
artista no puede huir de la creación como nadie de la muerte.
—Te
han engañado.
—No
me interesa disparar ningún arma, ellos lo saben.
—Y
entonces, qué harás.
—Nunca
olvides que nosotros siempre hemos querido tener la fragilidad y la fuerza del
agua, piénsalo cuando llegue el invierno y escuches caer las primeras gotas, yo
estaré ahí salpicando tus pies y tus manos.
El
simulador del reino goyesco salió del campamento, llevaba las manos atadas a la
espalda. Sus botas desbaratadas por las piedras del camino, el uniforme
desteñido y roto, los lentes gruesos y anchos, el pelo alborotado sobre la
frente, tenían la cadencia de un paisaje que a sus espaldas susurraba un Saturno devorando a un hijo.
El
muchacho lo vio partir con aquel temblorcito planetario, abrió el libro y al
leer la primera frase sintió que las yemas de los dedos se le quemaban, al
observar hacia la dirección donde caminaba el simulador del reino goyesco,
seguido por el pelotón de fusilamiento, se dio cuenta que el cielo había
comenzado a sollozar dentro del monte tropical, se puso de pie y en el reflejo
de sus ojos quebradizos se vio el castañeteo de lo imposible: caía una fina y
delgada capa de nieve, estiró la mano y la tocó.