La bitácora de Caín (fragmento)
Lunes 24 de marzo de 1980. Durante las primeras horas de la mañana, Monseñor Romero recuerda su
encuentro con Rutilio Grande.
Monseñor lanzó una mirada al legajo de anónimos que
sostenía con una cinta de zapato y leyó la primera: Usted encabeza la lista de los enemigos de la patria, la próxima semana
le llegará su turno, los días están contados. Volvió la vista, la
golondrina que anidaba sobre las ramas del árbol de limón asomó el
pico, serían las seis de la mañana y no se había percatado, que entre oración,
pensamientos y recuerdos, estaba ahí, temeroso de salir al mundo, aquel mundo
atolondrado, poblado de niños con lombrices, construido de covachas.
Estoy aquí, indeciso ante la encrucijada de
abrir la puerta, yo, que he dicho que mi único salvador eres Tú, yo, que le he
escrito al señor jefe de la Junta de Gobierno: “Agradezco
su buena intención y su buen corazón por preocuparse por mi seguridad, pero no
puedo aceptar ningún tipo de resguardo armado, sería una tremenda contradicción
con la fe que profeso, si alguien ha de acudir a mí para protegerme será Dios,
nadie más; ningún hombre, por armado que esté, puede más que el poder de las
alturas; nuevamente le pido interceder, más que por mí, por las humildes
personas que son arrebatadas todas las noches de sus hogares por hombres
uniformados del gobierno que usted preside”. Qué ocurrencia, pensar que era
posible una aceptación mía a semejante propuesta; eso mismo le he dicho ya a
los señores de las organizaciones de izquierda, que no tengo por qué esconderme
entre los cuerpos y las armas de otras personas, sería vergonzoso, humillante y
además ofensivo para Dios.
Se separó de la puerta y volvió a su escritorio, levantó
varios papeles. Cuando tuvo uno en las manos, se percató que era el sobre que
contenía aquella carta que le había enviado el representante del Consejo
Mundial de Iglesias hacía un poco más de un año, la reconocía por el sello en
la parte externa y el mensaje corto pero certero que hacía alusión a la muerte
del padre Octavio Ortiz. Cómo apareció en ese momento, si la había dado por
perdida entre los escombros de tanta correspondencia. Se sentó en el límite de
la silla, observando los retratos de sus padres. El misterio de Dios desconcierta a los hombres, la frase que
quedaría para la historia había sido atribuida al obispo Rivera Damas, uno de
sus compañeros más allegados de la curia, quizá porque dicho obispo esperaba
convertirse en el Arzobispo de San Salvador cuando fue sorprendido con la
noticia de que el elegido era Romero. Sostenía el sobre con ambas manos en
dirección del pecho, la mirada estaba colocada exactamente en un botón del
vestido de su madre, en los agujeros por donde había entrado la hebra del hilo,
trataba de recordar el color. De cuál paz hablaba él en sus homilías: de la más
compleja de todos, Oscar, la que debería terminar con la guerra que llevamos
dentro de nuestro propio corazón todas las criaturas de este mundo.
Abrió una de las dos gavetas del armario, el retrato del
padre Rutilio Grande estaba a la vista. A él le debía el mejor don del pastor,
la palabra. Y le llegó el recuerdo de aquella conversación sostenida hacía tres
años: Eres un buen sacerdote, Rutilio. Soy un servidor, eso es todo, Monseñor,
usted se dará cuenta que estando en nuestro lugar es un compromiso muy grande
llamar a las cosas por su nombre, al pecado por su nombre. Siempre he admirado
tu poder de comunicación, Rutilio, sacerdotes como vos necesita a montones la Iglesia para que el
mensaje de Jesucristo no tenga puntos oscuros. Es cuestión de meterse en la
mente y el corazón de la gente viviendo su dolores, Monseñor, no andar con
medias tintas y vencer el miedo a la muerte, porque en este país, llamar a las
cosas por su nombre significa casi siempre poner a disposición del demonio la
vida de uno mismo; acaso no es ése el riesgo que enfrentó el Señor, acaso no es
lo que nos exige Él desde el fuego de su palabra viva. Yo te entiendo, Rutilio,
y te digo, con toda sinceridad, que es un reto enorme, porque el poder de la
maldad no tiene solo un rostro, y ya te podés imaginar, yo, que represento la
voz oficial de la Iglesia
en este país, tengo que reconocer la ley y el gobierno, y no puedo de primas a
primeras pelearme con ellos ni con nadie, porque además no es mi papel andarme
peleando por ahí. Pero decir la verdad es una obligación y señalar el pecado no
es pelearse con nadie, más que con el demonio, Monseñor. Tenés toda la razón, y
por eso te admiro, sos un pastor formidable y te comprendo porque algunas veces
ni yo sé cómo salir de los problemas, pero creo que algunas veces debemos tener
cautela, sabernos llevar, y no ponernos en la boca del lobo, el Señor nos
necesita ahora, aquí, vivos, no muertos, Rutilio. Pero desgraciadamente de la
manera en que Él nos necesita siempre es un riesgo, y el riesgo se desvanece
sólo si no respondemos a su mandato, Monseñor. Yo estoy seguro, Rutilio, que tu
palabra, tu oración y tu entrega con los pobres me será de mucha inspiración,
me ayudará a entender desde este lugar, dónde es que deberé poner mis pies y
dónde deberé de quitarme las sandalias. En caseríos y cantones tan pequeños de
El Paisnal y Aguilares he tenido que enterrar a diario entre tres y cinco
campesinos, mujeres, niños, hombres, Monseñor, la mayoría son miembros de los
Comités Eclesiales de Base, la gente comienza a ausentarse de la Iglesia , por temor a que
la puedan asesinar si la ven, he sabido que esconden la Biblia en los escusados,
porque cuando el ejército les catea las casas y se las encuentra, ahí mismo los
matan, también han tenido que esconder los retratos de Jesucristo, porque los
hombres del gobierno asocian toda actividad cristiana con las organizaciones de
la izquierda armada, bueno si los mismos escuadrones llevan la Biblia consigo para dejarla
en el pecho de algunos de los asesinados y así, según ellos, justificar sus
crímenes. A lo mejor eso es un buen designio, Rutilio, que en estos tiempos
vuelva a ser perseguida la palabra del Señor, para que meditemos por todo lo
malo que en otros tiempos hemos hecho como Iglesia, pero también es un llamado
de atención para que tengamos cuidado en el manejo de los Comités Eclesiales de
Base, no podemos decirle a la gente dónde ni cómo debe organizarse, pero sí es
importante que no se confundan las cosas, por el bien de la Iglesia y de los mismos
feligreses. La gente tiene derecho a defenderse, Monseñor, y en esas cosas no
se puede andar con palabras aguadas, yo quisiera invitarlo a que venga a mi
parroquia, para que se dé cuenta cómo anda el pueblo, y de tanto muerto que
aparece a diario por los caminos; dígame, qué debo hacer, quedarme callado por
temor a que también a mí me maten. El Señor nos pone pruebas duras y algunas
veces misteriosas, Rutilio, quiero que sepás que estoy con vos y con tu misión,
que cualquier cosa que hagás por el bien de tu comunidad tiene mi total y
absoluto apoyo, creo que has ido muy lejos, sos ya un ejemplo, para todos, para
mí, para la Iglesia ;
fijate que cuando dejás a tu comunidad y venís al Arzobispado o aquí a esta
capilla, yo también estoy aprendiendo, es un reto para mí, poder comunicarme
con la gente, lograr ese efecto que tiene tu palabra, porque está justificada
por tus acciones, Rutilio. Usted debería de venir más seguido al campo, a las
comunidades. Lo estoy haciendo, Rutilio, pero algunas veces los compromisos son
muchos y no alcanza el tiempo ni para las tortillas tostadas con aguacate que
tanto me gustan. Yo estoy siempre ahí, Monseñor, con la gente, el día que
quiera, sólo llegue. Quiero agradecerte por confiar en mí, por enseñarme, aunque
no me lo creás, sos mi guía. No diga eso Monseñor, que usted es el guía de la Iglesia. Soy el
máximo jerarca de la Iglesia
aquí en el país, pero eso no quiere decir que soy el que hace las cosas como se
debe, y no encuentro problema en reconocer que es a vos a quien tengo que
agradecerte, Rutilio.
En ese instante Monseñor rompió en llanto, mientras tocaba
el retrato de su amigo asesinado se le escapó de los labios una frase: Tu vida,
hermano, es el mejor regalo que le hiciste a mi ministerio. La hormiga
guerreadora había logrado salir en busca de su comunidad, atravesaba el jardín
que ante su paso parecía la selva de la Amazonía atragantada de machetazos y de
fuego. Llorando llevó el retrato de Rutilio Grande a sus labios y lo besó. Y ahora
quiero pedirte perdón por mis flaquezas, mi palabra no sería nada si tu obra no
hubiera estado sembrada en un mar de amor y en la entrega de tu vida, ahora,
mírame, aquí, solitario, aislado del mundo, esperando que me des una señal, que
me digas si debo quedarme a dar esa misa o si debo marcharme por la puerta más
ancha.
La habitación tiene un tinte
pálido, silenciado, el mismo que percibo ahora que recopilo este recuerdo entre
los olores de las sábanas de su cama y de una vetusta silla de madera que le
imprimen a esa sordera un mar de peces muertos, un abandono total, una traición
batiendo lodo podrido en las cúspides del clero.
Capilla de la Divina Providencia ,
aún cerrada, San Salvador, Marzo-2005, 06:00 Hrs.
Fragmento de mi novela "La bitácora de Caín". Editorial Letras Prohibidas. 2006.