Contrabando y traición


Los dos grandes éxitos musicales que mi hermano me hizo escuchar con tremendo entusiasmo cuando éramos niños, fueron La Banda del Carro Rojo en la interpretación de Los Tigres del Norte y Fausto en la voz del cara de loco William Finley. Ambos eran temas centrales de dos películas de los años setentas.
Los cines se llenaban de muchachos, que las veían una y otra vez, en el cine Central, la del corrido, y en el Majestic, El fantasma del paraíso del director Brian de Palma.
En la ciudad de Puebla iba a realizase una reunión de sacerdotes católicos y no sé que vainas de teología de la liberación. Mi hermano, que era catequista, aprovechó una excursión para huir de la masacre y se fue del país. Una vez en Puebla se escapó para Tijuana, lo suyo era el corrido. Un par de años después yo me fui a la guerra y no lo vi más.
            Contrabando y Traición, interpretada por los Tigres del Norte, me cautivó desde la primera vez. Su historia, el quiebre del verso y la música tenían algo. Además me recordaba a mi hermano ausente que para entonces ya estaba en los barrios calientes de la frontera con Estados Unidos, como pionero de los eternos indocumentados.
            En el año de 1972 José Napoleón Duarte andaba con pretensiones de ser presidente de este famélico país, la violencia política era el centro de nuestras noticias, los muchachos viajábamos en las parrillas de los autobuses entre canastos con gallinas indias y redes de elotes, y para variar, una pareja de guardias te ponía a pedir cacao en cada esquina. Napo ni ganó ni nada, los militares fraudulentos no lo dejaron, lo único que obtuvo fue que le pegaran una garroteada de padre y señor nuestro y lo obligaran a marcharse del país (buen corrido, aunque corto). Diez años después volvería para aliarse con los militares y el Pentágono y bombardear decenas de aldeas campesinas. Este sí fue el corrido de un gánster.
            El coronel Arturo Armando Molina se coronó presidente en 1972. Durante su mandato yo estudiaba en una escuela llamada John F. Kennedy (no hay duda que fuimos perseguidos por los muertos). Por orden del Ministerio de Educación, un grupo de chiquillos fuimos escogidos para ir a una recepción con el presidente en el Palacio Nacional. Nos regalaron un par de libretas y un lápiz Mongol. Yo salí en una foto del periódico, con la cabeza rapada. Imagínese usted, mi padre comunista y yo dándole la mano al coronel. Tremendo corrido.
            El canto de los Tigres del Norte sopló entonces con el estilo de la Sierra Madre Occidental. En ese mismo año sacudieron los escenarios y la radio con un ritmo de polca al son de un acordeón. Contrabando y traición, qué buena onda, eso sí me cuadraba.
            Desde que hay fronteras hay contrabandistas, con ellos el musicón que nos cuenta sus peripecias y las de la poli, sus historias no oficiales, donde ellos son los héroes y no las autoridades (que al fin y al cabo suponen algo distinto que es igual).
Dicen por hay que el primer narcocorrido que se grabó fue en Texas, El Contrabandista, de Juan Gaitán. Difícil saber cuál fue el primer verso cantado sobre una frontera. Lo que sí es cierto es que las canciones que hablan de los asuntos prohibidos convocan los ánimos del hombre común y han sido tarareados desde tiempos ancestrales.
Homero no escapó a la tentación de los mirmidones y su despiadado rey. Tampoco lo hizo el joven juglar que fue ahorcado en la novela Los Pilares de la Tierra de Ken Follet mientras cantaba: “Todas las aves y todos los hombres tienen que morir, pero las canciones pueden vivir eternamente”. Silvio Rodríguez que no canta corridos bien escribió por ahí que “en lo prohibido brilla toda la tentación” y que “el buen ladrón quisiera no tener que robar” y para los ilusos dedicó al menos dos canciones a Fidel: Ojalá y El necio.
            También los contrabandistas de la época de Pancho Villa tuvieron sus corridos chingones de la revolución, de carabinas y combates, donde la copla española fue una de sus influencias, y aquel corrido que Ángel Gallardo dedicó al que de bandolero, cuatrero, asaltador, pistolero, pasó a ser uno de los grandes símbolos de la primera gran revolución de América “Durango, Durango, tierra bendita, donde nació Pancho Villa, caudillo inmortal”.
Nosotros no nos quedamos cortos: muchos cuatreros de los valles salvadoreños se volvieron tremendos guerrilleros rurales en nuestra guerra civil (no perdieron la fe ni el buen olfato para el oficio pues la guerrilla también comía carne de res que no compraba y al igual que los guerrilleros de Pancho Villa nos llamaban “robavacas”).
No sólo la guerrilla de Colombia ha tenido vínculos con las historias del bajo mundo, aunque para muchos no sea revolucionaria. Las revoluciones han sido tocadas por los linderos esquizofrénicos de la ilegalidad, la de Lenin y la francesa se mezclaron con las transas de contrabando y traición. Y la cubana y la sandinista pues hay que ver para creer, cerca anduvo la criatura llamada Pablo Escobar, y ahí está el llamado caso del Arnaldo Ochoa y no todos están muertos. La droga de Colombia le dio armas a la revolución. Norberto Fuentes, el cronista de la revolución cubana, amigo íntimo de los dos hermanos más poderosos de la Habana reflexiona sobre el asunto en su libro Dulces guerreros cubanos, dos citas de Raúl Castro son reveladoras: “Fidel dice que, en definitiva, todas las guerras coloniales en Asia se hicieron con el Opio. Entonces nada más justo que los pueblos devolvamos la acción, como venganza histórica.” Las operaciones se hicieron, los norteamericanos las conocieron en una formidable operación Greyhound. No debería extrañarnos lo que estos hombres hicieron desde el poder, como también lo dijera Popeye, uno de los hombres de Pablo Escobar en su testimonio que escribiera la periodista Astrid Legarda El Verdadero Pablo, sangre, traición y muerte, en el cual detalla sus nexos con los sandinistas y con los cubanos. Lo de Fuentes es, además, de primera mano: “Ahí”, dice Raúl, “ahí tenemos el equivalente a 1.000 millones de dólares en cocaína pura almacenada en los laboratorios de CIMEQ. Fidel no quiere destruirla. Yo quiero negociarla. Pero Fidel dice que no. Dice que debemos esperar. Porque dice que no se puede emplear oficialmente y dice que nunca podemos estar vinculados a ella. Por eso no se puede negociar. ¿Tú entiendes? Vamos a ver qué hacemos con eso.” Centroamérica es un culo de tecomate por donde pasaron los más caros villanos del continente.
Los gringos hicieron lo mismo para financiar sus operaciones de terrorismo de Estado, “acciones por la libertad”, en las que estuvo involucrado el teniente coronel Olivert North en el escándalo de tráfico de drogas y de armas conocido como Irán-Contras, con el que se financió a la contrarrevolución en Nicaragua. Las  operaciones se realizaron con la complicidad de militares de aquella época, se utilizaron los aeropuertos oficiales y los nombres de traficantes como Félix Rodríguez (el asesino del Che) y Luis Posada Carriles hacían de las suyas. Un corrido de la gran puta que todavía no lo entendemos a cabalidad. Es la guerra fría llevada a los estándares de crimen común y organizado.


Los Torogoces de Morazán, el grupo salvadoreño que nació en las montañas del oriente de El Salvador, compuso corridos revolucionarios. Una de las historias mejor logradas es La batalla de San Felipe, que habla de una de las operaciones más exitosas de los carnales de la Brigada Rafael Arce Zablah. Uno huele la pólvora quemada y te pica la piel cuando llega el rumor: y se escuchaba en el campo de batalla, el tableteo de dos ametralladoras, que un teniente y un sargento disparaban, por detener a nuestro pueblo en avanzada, un proyectil del fuego revolucionario dio en el blanco y las dos fueron silenciadas. Quién va ganando la guerra. El pueblo, que lucha de corazón.
            Los Norteñitos de Chalatenango, el grupo de los carnales de las Fuerzas Populares de Liberación también hacían buenos corridos como aquel que le dedicaron al derribo de un avión de guerra C-47 en el poblado de La Laguna, cuando la unidad de armas de apoyo dio en el blanco con dos misiles tierra-aire en la ofensiva de noviembre de 1990.
            Los versos del corrido El caballo blanco del poeta José Alfredo Jiménez poseen la magia de un mundo distante pero idéntico en su condición al de hoy. Muchos de los parajes de los que el poeta habla, son los que mojados y coyotes caminan en las rutas del Pacífico o del Atlántico, no importa si su inspiración haya sido un automóvil Chrysler del año 1957. Una vez te pegas a las fronteras del contrabando en aquellas tierras, la carne se te pone de gallina cuando escuchas: A paso más lento llegó hasta Escuinapa, y por Culiacán ya se andaba quedando, cuentan que en Los Mochis ya se iba cayendo, que llevaba todo el hocico sangrando. Cuando andas de bandido y de pronto escuchas una tonada así de chingona, bien cerca, en una cantina, le entras al fresco y te dan ganas de llorar y de cantar no solo el himno de tu país sino el de cualquiera (el de México por ejemplo), con tal que no te lleven los migras.


Cuando el maestro Ángel González escribió Contrabando y Traición, quizá no imaginó que con la interpretación de Los Tigres del Norte en 1972 se abriría una época de renovación para el corrido que lo ha llevado a tener larga vida (incluyendo su fase de corrido negro y prohibido debido a la guerra con el narcotráfico).
En ciertas épocas algunas autoridades han prohibido las canciones de bandoleros y criminales. Los gobiernos pueden pelearse con todo si quieren, pero no puede lograr nada contra las ganas de echarse un corrido de narcos ni con las ganas que tiene mucha gente de vivir esa vida. La inmoralidad de los políticos y los saqueadores que nos han gobernado supone una justificación para quebrar las reglas porque sólo hay una manera oficial de delinquir, aunque en la neta haya dos, la del barrio y la del cuello blanco pues todo lo que sale del estiércol y la sangre, del sudor y el estómago de las mulas y las caletas de los autos, barcos o aviones, termina lavándose en los bancos con un porcentaje anticipadamente establecido, que da vida al sistema financiero mundial.
Hay de aquellos que dicen que cuando se le canta a la “maldad humana”, se le idolatra y que eso no es bueno para el “pueblo”. También hay un pueblo que jamás ha soñado con la revolución, las canciones de Inti Illimani le suenan a tristeza, porque su gente nació en la era del reguetón.
La gente quiere a sus héroes con o sin historia oficial, los que nacen en las cantinas, en charcos de sangre y mierda, en las cunetas de los barrios condenados al olvido eterno de los gobiernos y a la soberbia de la vida de los ricos. La amenaza de la muerte no es sino como el aire que respiran pues para caminar al mercado deben saltar entre cadáveres. Cuando se canta esas historias no se insita a la “maldad”, el Marqués de Sade defendía sus narraciones aduciendo que no estaba inventando un mundo de perversidad, simplemente describiéndolo. La lujuria vive en todos los seres del planeta, algunas veces como una pesadilla, otras como un sueño hermoso y en otros como un demonio que finge dormir la siesta por la tarde dentro de la sotana de un pederasta. La gente necesita un “héroe malo”, vengador del fracaso, porque los gobernantes y sus patrones son unos ladrones de almas fingiendo ser buenos samaritanos. El ser humano de nuestro tiempo se autodestruye sin música de fondo.
            El grupo Exterminador  posee un estilo de humor e irreverencia. En uno de sus corridos habla de una dictadura de setenta años, refiriéndose al PRI: ya se ha caído el imperio que nos hacía tanto peso, por más de setenta abriles siempre partieron el queso, nos tuvieron aplastados con la pata en el pescuezo. Especulando podemos adaptar la letra a la caída de la URSS.
            La voz principal del grupo Exterminador, Juan Corona, tiene una fuerza extraordinaria, la historia te golpea, como en el corrido dedicado a Benito Juárez, que habla de Oaxaca, fieras enjauladas, política y de mujeres que son una “chulada”.
            Muchos piensan que los corridos no valen la pena, sólo les cautiva la ópera y la música clásica, aunque despierten exaltados a medio concierto con el tibio y mortífero olor chicloso del pedo que no pudieron detener.
No pocos piensan que Los Tigres del Norte son una mezcla muy bien sazonada de Willie Nelson y los Rolling Stones. Échele un ojo a las letras de las bandas europeas y norteamericanas, muchos de sus temas son tan cotidianos como los nuestros, puras cosas de pueblo, la diferencia es que ellos hablan en inglés.
Las historias populares que anidan en el corrido tienen raíces profundas, cuando por fin mueran los historiadores comenzaremos a entender lo que pasó en nuestras vidas. Será el mejor corrido.
           

Luis Humberto Crosthwaite, escritorazo de Tijuana, me dijo un día que Arturo Pérez Reverte no había podido cargar con Teresa Mendoza, la protagonista de su novela La Reina del Sur. “Tenía que sacarla de México”, me dijo.
            Lo cierto es que en la historia del corrido que lleva el mismo nombre, después del cuento de que cuando oigas mi celular no pares de correr, güerita, la tal Teresa, al darse cuenta de que acaban de tronarse al Güero Dávila, su amante, le mete gas al motor y se cruza el mar Atlántico.
            A Luis Humberto no le fue simpático que un calvo y narizón español viniera y se “robara” una de las cosas más sagradas de los mexicanos, el corrido, y además lo hiciera novela y se metiera un chingo de euros en los bolsillos al vender unos cuantos miles de ejemplares.
            “Recuerdas toda la letra”, le pregunté. Ante su mirada absorta le hablé del corrido de La Reina del Sur. Cantada por los Tigres del Norte, la Teresa Mendoza se va de México y toda su transa de la droga la hace en el Mediterráneo, cubriendo Francia, Italia y España, y es por eso que le llaman la “Tía” Teresa Mendoza.
Que un maldito europeo le escribiera la novela de su patria y ahora un pinche guanaco le recordara el corrido a tantos kilómetros de su tierra, era el colmo.
            Nos reímos y cantamos a dúo por las anchas aceras de Bogotá: Muchos pollos que apenas nacieron, ya se quieren pelear con el gallo. Terminamos al son de Buena Vista Social Club en un bar de la Zona Rosa: el cuarto de Tula, se cogió candela, se quedó dormida y no apagó la vela. Luis Humberto cayó en la pista de baile luego de un mal paso, la colombiana que abrazaba a su cintura quedó prendida a su brazo, mientras él le decía: “No te dejo caer, mi amor”. Logré salvar su cámara de video al habérmela terciado como un fusil. A las tres de la mañana andaba dando como propina billetes de a veinte dólares. Ningún mesero los quiso tomar por temor a que fueran de lavandería. Luis Humberto parecía un narco presumiendo de su lana en aquella pose de gigante del norte de Tijuana, pero en verdad es un poeta de “la literatura a presión”.


La ingeniería de las historias cantadas en los corridos es idónea para la novela. Quién no quisiera tener el lujo del verso que cuando canta cuenta al ritmo de la polca que rompe en frases como estas: sonaron siete balazos, Camelia a Emilio mataba, la policía sólo halló una pistola tirada, del dinero y de Camelia, nunca más se supo nada.
             Prefiero los corridos de mafiosos que de zapatistas. La guerrilla de la web que esgrime fusiles de palo y el comandante que antepone a su grado un “sub” y que se pone un calzón roto para taparse la cara, me inspira desconfianza. O cantas o haces una guerra, o cantas o robas, o cantas o matas. Yo canto, y como dijo aquél, mi mal espanto.
            En la segunda parte de la canción de Camelia, los de la banda la persiguieron como alma que lleva el diablo. La buscaron en pulquerías, hoteles, valles, pueblos. Andaba bien escamoteada y bien entrada en copas.
La novela resurge al final, no cuando también a ella le meten una chorrera de balas, sino cuando el verso entona: una amiga de ella dijo: señores, yo no sé nada, pero dicen que la vieron, cerca de Guadalajara, mentando a Emilio Varela, y dicen que hasta lloraba.
Las bandas de corridos han cantado a los mojados, a los políticos, a la revolución, a las mafias, a los amores. En La fuga del rojo se habla de un guerrillero salvadoreño que se involucra con las mafias mexicanas, como dice el mismo verso, “para ayudar al movimiento”.
Contrabando y Traición es una clásica que sigue teniendo la misma frescura de hace más de treinta y cinco años. La suerte de Camelia y Emilio Varela es la misma de William Finley y su versión de Fausto, la nuestra también, la de locos sobrevivientes de guerras, amputados, ciegos, madres en busca de hijos desaparecidos. Son las historias que superan los tiempos, las que matan, las que duelen, las que sangran.
En los corridos, aunque a los historiadores, académicos e intelectuales lavados con cloro, les importe un pepino o no lo sepan, los bandidos serán los héroes populares, como lo son para algunos los banqueros que nos chupan la sangre y especulan sobre crisis mundiales para repartirse nuestras cenizas a la sombra de una estafa llamada técnicamente “esquema Ponzi” o Insolvencia y la vuelta al oro como reserva por bonos del tesoro estadounidense.
Han pasado más de treinta años y aquel muchacho que se fue con un puñado de curas hacia México y después a Estados Unidos, siguen siendo un indocumentado viviendo a salto de mata entre esos dos países. Es el mojado de la familia que jamás pudo volver desde aquél día que, como cantó Serrat, se estaba quemando el último leño en nuestro hogar.

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