El tren de las cuatro y diez
Las paredes blancas de la iglesia del pueblo podían distinguirse con claridad desde el campamento. Era un día soleado de verano, muy bonito por cierto. El capitán quitó los binoculares de su cara y volteó a ver a sus espaldas. Los ochenta hombres que iban bajo su mando esperaban de pie, con las mochilas en hombros y las armas a mano. Viéndolos a la cara les dijo:
—Siempre quise entrar a ese pueblo un día como hoy.
Ninguno entendió de qué diablos hablaba el escuálido jefe que usaba las botas al revés y el cinturón debajo de la raya del culo. Segundos después dio la orden para romper fila y comenzaron a bajar, limpia y tranquilamente.
Media hora más tarde, las tropas habían logrado salir de la parte boscosa de la zona guerrillera, tenían a sus pies las lomas peladas y secas donde los aldeanos sembraban cereales en el invierno. Ahí fue donde decidió cumplir su deseo.
Llamó a uno de sus hombres y le dijo que iban a cambiar de ruta. El guerrillero dudó. Desde hacía dos días el mando central había ordenado mover todas las unidades hacia el este del cerro donde, se estacionaría la concentración para el cese de fuego. Era extraño que el capitán hablara de cambiar de ruta.
—Vamos a irnos aquí recto—dijo viendo en dirección del poblado.
La mirada del subordinado titubeó un poco, pero en un momento retomó la compostura y volteó el cuello para avanzar hacia el sur. Los hombres siguieron la marcha sin que les importara un pepino lo que estaba sucediendo. Minutos después llegaron a un caserío asentado en las riberas de un río marchito y lleno de piedras manchadas con mierda de zopilote. Después de cruzar y avanzar medio kilómetro por una calle angosta y polvosa, desde donde comenzaban a verse las primeras casitas de la entrada del pueblo, la tropa se inquietó un poco.
—Para dónde vamos, capitán— preguntó uno de los hombres que iba a la vanguardia.
El capitán sonrío, vio el reloj —iban a ser las diez de la mañana—, enderezó la espalda y señaló con el dedo hacia el pueblo. No era una respuesta convincente, eso estaba claro. Se detuvo y dijo:
—Vamos a bebernos un café con el enemigo —el acento que dio a la palabra “enemigo” fue graciosa, como si hablara de un recuerdo.
Las campanas de la iglesia comenzaron a dar repiques para la misa de acción de gracias. El cura del pueblo había llamado a los aldeanos para rezar por la paz y porque al fin esa maldita guerra se había terminado, según decían los periódicos y la televisión. Era el mes de enero de 1992.
Ese capitán al que todos conocieron como Mao, en realidad se había llamado Mauricio, un nombre que se fue reduciendo con el pasar de los años hasta que le quedaron sólo tres letras. No tenía nada que ver con el fundador de la revolución cultural en China, “gracias a dios, a la virgen santísima y al santo niño de anteanoche”, como solía decir Osvaldo, otro guerrillero.
La orden de concentrar las tropas en los asentamientos establecidos para el cese del fuego fue violada de manera deliberada ese sacrosanto día por uno de los oficiales guerrilleros más impredecibles.
Adentro del pueblo seguía basificada una compañía de guardias nacionales, esperando nuevas órdenes y sumergidos en la misma incertidumbre de todos los que hasta ese día vestían uniforme y esgrimían un arma en cualquiera de los dos bandos.
Una semana después del fin de una guerra de veinte años, es un tiempo demasiado corto para poner frente a frente a dos tropas armadas que la pelearon, pero el capitán Mao se jugó la carta.
Algunos vecinos corrieron hacia adentro del pueblo cuando vieron avanzar aquella “mancha de diablos”. Uno que otro avisó al oficial al mando de las tropas de la Guardia Nacional, que ahí venía una columna inmensa de guerrilleros.
Antes de que la información llegara hasta su comandancia, los guardias y uno de los sargentos emplazaron unas ametralladoras HK-21 y unos cuantos fusiles G-3 en dirección de las entradas que conducían al parque, un guardia salió de una casa, con las botas en una mano y las ropas en la otra, corriendo en pura pelota hacia la base. El sargento de la compañía, un tipo desconfiado a morir, dijo que ahí tenían la prueba, que esos terroristas eran unos traicioneros, firmaban la paz en México y venían a atacarlos en pleno día.
La preocupación fue mayor cuando el sargento se percató que una buena parte de sus hombres se había ido a dormir con sus amantes en varias casas del pueblo y que no estaban en condición de alzar el arma, sólo la del amor.
Minutos después el teniente observó la columna desde el campanario de la iglesia, a su lado estaba el sargento, con un radio Motorola, listo a dar la orden para atacar a los impíos. Le entregó los lentes y dijo:
—Vendría usted a atacar al enemigo de esa manera y en pleno día, sargento.
El sargento le respondió, sin quitarse los lentes de la cara:
—El diablo es el diablo, mi teniente.
El oficial decidió esperar con cordura, bajó del campanario y fue hasta su comandancia, le ordenó a un guardia que le sirviera un buen trago de café, negro, espeso y amargo.
Los primeros hombres del capitán Mao avanzaban por las primeras cuadras del pueblo, el ruido de sus botas Ranger sobre las piedras y las aceras provocó carreras de medio mundo y portazos apresurados, la gente se desvaneció, se escondían de lo que parecía ser el fin del mundo.
El primer guerrillero de la columna vio la trinchera que asomaba en la otra esquina, se detuvo y vio al capitán que venía diez hombres atrás, poco a poco la columna se fue deteniendo. Mao salió de su lugar y fue hasta la punta de la columna:
—Voy adelante, si alguien muere este día debo ser yo, es mi locura— dijo y sonrió.
Los guardias de la calle principal que vieron a los primeros guerrilleros, ya habían recibido la orden de no disparar, salvo que hubiera hostilidad de los que ahora venían entrando con ese montón de armamento. El sargento no estaba muy a gusto con aquella orden, pero ni modo, donde manda capitán no manda marinero, salvo en los motines.
El oficial de la guardia sacó su silla mecedora y la puso en el portal, se quitó los arneses, los puso a un lado, recostó su fusil en la pared y comenzó a beber pausada y tranquilamente su taza de café. También estaba nervioso, pero debía de dar el ejemplo para que sus hombres no fueran a cometer una estupidez.
Al sargento que lo miraba indeciso, con su arma sin seguro, se le ocurrió decir:
—Esto puede ser alta traición a la patria, mi teniente.
—Siéntese, sargento, en este momento traición a la patria es enviarle un hijo muerto a una madre de este sufrido país. Déjese de mierdas y cumpla mis órdenes. Nadie va a disparar una puta bala aquí, olvídese de esas pendejadas, venga a beber café.
Los guardias y los guerrilleros quedaron a pocos metros, frente a frente, armas apuntando a la cintura. Mao era el primero, movió sus manos, las despegó del arma y las frotó en señal clara de que su llegada a ese lugar no obedecía a acciones de hostilidad. El teniente de la guardia dio un brinco, la mecedora se quedó tambaleando solitaria, su mano seguía pegada al tazón de café. El sargento lo miraba y volteaba a ver hacia la columna guerrillera que comenzaba a entrar al perímetro.
La imagen congelada: los guardias mirándose a sí mismos, a su jefe, luego a los guerrilleros que se apelotonaban, ninguna palabra, ni una bala, sólo el sonido de las botas, el sol metido por el este como chorrito de fuego, un gallo persiguiendo a una gallina para echarle un polvo en el portal y un perro rascándose las pulgas a los pies de la trinchera.
El capitán Mao saludó al primer guardia y le extendió la mano, el militar se la dio mecánicamente, y así sucedió con los que le seguían. Avanzó hasta el centro del parque, donde era observado por otros guardias y algunos aldeanos mirones que se habían quedado para ver en qué terminaba aquella película. Un vendedor de sorbetes aprovechó el encuentro y entró a la plaza con su carretón.
El oficial llamó a su edecán y le dio una orden que nadie escuchó, el tipo salió corriendo hacia adentro de la comandancia. El jefe de la guardia bajó las gradas. Sin su arma caminó en dirección del jefe guerrillero, que también había distinguido quién era el que mandaba entre los guardias.
Los hombres de ambos bandos miraron aquella fotografía con el estupor del soldado genuino que sabe bien que las guerras se ganan y se pierden matando, y que cuando eso ya no es posible es porque llegó la hora de volver a casa.
Los dos jefes llegaron a un metro de distancia, alzaron sus manos, las llevaron de filo a sus kepis, el taconazo del oficial de la guardia fue más elegante, se escuchó como el único disparo de aquella mañana de enero, cuando una ola del mar pringó el rostro de los dos lobos esteparios.
Sus miradas se detuvieron por unos segundos. Fue entonces que el edecán llegó a tropezones con un tazón de café, el jefe de los guardias hizo una seña, Mao tomó el tazón, ambos miraron a sus hombres, cansados y sudorosos, instantes después, chocaron los tazones y se dijeron:
— ¡Salud! ¡Salud!.
Poco a poco los hombres se fueron arremolinando, dándose la mano, mirando con curiosidad, sacudiendo la tensión. Los mirones del pueblo comenzaron a salir y la voz del cura se arrastró por el parque cuando iniciaba la misa de acción de gracias no sin antes haber borrado de su discurso los improperios que tenía preparados para los subversivos.
El oficial de la guardia estrechó la mano del capitán Mao y le dijo:
—Bienvenido a casa.
La gente llevó gallinas y pollos aliñados, verduras, peroles y rajas de leña. El almuerzo del domingo fue uno de los más bellos de que da cuenta la historia de ese lugar. Su iglesia se sigue viendo con claridad desde las alturas del cerro de Guazapa. Fue el inicio del cese al fuego, provocado por la espontánea e insensata jugarreta de dos locos oficiales que horas antes peleaban a favor de ejércitos enemigos en un país centroamericano.
