Guión para un asesinato en semana santa.

1.        
El hombre que camina descalzo, jeans roídos, cabellos largos y despeinados, tatuajes en los brazos, anduvo gritando toda la semana pasada que era el hijo de no sé qué dios y que había llegado la hora de darle vuelta al mundo. Subió a las tarimas de las plazas, derribó tenderetes en los mercados y azotó a los vecinos con una desvencijada escoba, entró a la catedral de la virgen Morena y despotricó varios santos y rompió la urna donde yace el cuerpo crucificado de un tal Jesús, salió de ahí llevando consigo el dinero que encontró bajo el altar mayor y lo desparramó frente en la plaza del ayuntamiento, partió de ahí en dirección de la suprema corte e irrumpió contra la judicatura, tomó un legajo de expedientes y salió en medio de los guardias de seguridad sin que nadie se hubiera atrevido a impedirle semejante derroche de energías.
Después de atentar contra el poder de la iglesia y los juzgados, fue perseguido durante cinco días. Nadie se atrevió a denunciarlo aunque sabían muy bien que dormía en las afueras de la ciudad, en los montes o entre promontorios de basura.
Ahora varios hombres le apuntan con sus armas por la espalda. Lo arrastran y le gritan al oído una ensarta de amenazas mientras lo llevan a la penitenciaría.
Los diarios y el pueblo lo asegura: se entregó a eso de las siete de la mañana en la estación de la policía, pero nadie lo tomó en serio. Más tarde fue detenido cerca del puerto de La Libertad cuando un policía que leía el diario se dio cuenta que se parecía al hombre del que se hablaba en las noticias. No hay evidencia documental de que sea el que dice que es, no lleva documentos ni parece que alguien le haya visto jamás hasta que se produjo aquel desparpajo, pero el procedimiento fue iniciado.  

     2.
Diez de la noche. Demasiado oscuro para que alguien pueda ver algo, salvo nosotros que agazapados nos quedamos tras unos matorrales. Ya habíamos oído hablar de ese hombre, pero nadie al parecer le dio importancia al asunto pues en esta tierra se volvió una costumbre ver aparecer locos jurando extravagancias, que terminaban siendo presidentes.
            A pesar que en el país el mayor de los negocios es la cerveza y la fe, a ninguno de los cristianos miembros de la junta de accionistas, le resultó gracioso que el tipo dijera que la salvación estaba en el buen vino y la bohemia, que la única libertad posible estaba en el culo de todas las botellas. Fue la mayor ofensa a las buenas costumbres y a la historia de nuestra desgraciada república. 
            Nadie es el hijo de dios en estos días, nadie, dice el más viejo de los policías que lo llevan, un tipo de gruesos bigotes que asegura ser el engendro no reconocido del príncipe de la canción, José José. Nadie es el hijo de dios en este país si no lo autoriza la asamblea legislativa por medio de un decreto, asegura. Uno de sus acompañantes sonríe apenas, algo que puede inferirse en sus dientes pelados y blancos que nadan entre las sombras como aletas de tiburón. Un nuevo empujón lo hace trastrabillar. Degenerado, grita uno de los gendarmes.
            Desde las olas, que están muy cerca, llegan los ecos de reguetón, los gritos de varias muchachas y dos chicos que corren por las arenas y se confunden con la espuma. El hijo del príncipe de la canción se queja de no haber podido beberse un trago en tres noches, y todo por haber andando detrás de ese maldito bandido megalómano. La autoridad policial respondía más que a otra cosa, al estado de ánimo del jefe de la patrulla. Te vamos a colgar de los güevos, te vas a quedar a cantar boleros el resto de tu vida, depravado, le dice un gendarme,
            Y si dios es tu padre, quién es tu puta madre, pregunta el de la sonrisa sigilosa. El criminal no responde, entre los abundantes colochos de sus cabellos, saltan unos ojos trémulos que dicen muchas más palabras que las esperadas en un discurso preelectoral. Un culatazo le saca un pujido, pero no lo derriba. Este hijo de puta es duro, dice uno de los gendarmes y le mete la boquilla del fusil en las costillas.
            No hablés con él, ordena el hijo de José José. Ahora sabemos, por su tono y el uniforme, que es el jefe de los cinco hombres armados, contados uno a uno por nosotros. Y esta noche le quema el sudor y los orines.
           
3.
A menos de doscientos metros está una iglesia, las campanas estuvieron repicando desde muy temprano. El ruido del mar se llevó el sonido hacia sus profundidades, a nadie pareció importarle el llamado de un cura al que media humanidad en el pueblo le tiene más desconfianza que al mismo alcalde municipal; los dos, y el juez de paz, se han ganado el repudio popular y el exilio de los bares donde ni siquiera pueden entrar.
A la misa de las seis, que fue anunciada desde la semana anterior, no llegó nadie, sólo el cura y tres de sus ayudantes. Los cuatro han acabado por beberse todo el vino de la eucaristía, por orden del mismo sacerdote que no deja de maldecir al mundo, consumido en su cólera. La decepción nada en sus rostros como barcos luego de una tempestad o un fuerte cañoneo lanzado por un puñado de bucaneros.
            La nave de la iglesia no mide más de cincuenta metros de largo y de ancho quizá unos treinta. Las bancas de madera brillan pues uno de los ayudantes del cura se pasó toda la tarde restregando un trapo con aceite, con la esperanza de que ese año la gente volviera a participar de los santos oficios. Lo más feo del templo es el Cristo crucificado, que ha comenzado a descascararse, a uno de los ojos se le salió la chibola, el sacristán pasó dos días debajo de las bancas buscando pero no pudo encontrarla, para solucionar el problema le puso un parche de pirata.
            Una hora después, los hombres de dios están diligentemente borrachos, el más joven se tambalea y mira hacia las alturas, de donde ve venir en picada a los santos y al mismo hombre desnudo que yace en la cruz. Somos unos pecadores, susurra. Déjese de mariconadas, le dice el cura y le da un espaldarazo que por poco lo derriba.
            Nadie regresará a las iglesias si el mesías no aparece, dijo el cura con voz aguada, sus ojos tratan de descubrir qué es aquella mancha reluciente que asoma por momentos en la inmensidad del mar. Uno de sus ayudantes lo mira y le sentencia: Además hay que matarlo, porque no hay semana santa sin hijo de dios que no esté muerto, de lo contrario mejor que ni venga. El cura y los otros dos muchachos miran con admiración al que acaba de opinar. Así es como se escribieron los evangelios, probando suerte, dice el cura.
Será la estrella de Belén, se pregunta uno de los muchachos. No estamos en Navidad, pendejo, responde otro. Ve tú por más vino a la despensa, dice el cura al más sobrio y le da la llave de la bodega. Después se vuelve hacia el profeta y le pregunta: Deberías escribir lo que acabas de decir. No joda, padre, que no se da cuenta, ya nadie cree en nosotros, no voy a perder el tiempo en escribir sobre muertos. Así se escribieron los santos evangelios, y si es necesario reescribirlos para que la iglesia no muera, lo haremos, dijo el cura con voz cansada pero convincente.


4.
Dos muchachos corren desnudos hacia las espumas del mar, se sumergen como espadas. El hijo de José José ordena a los otros que se detengan. Quiere fisgonear hasta ver qué harán, como si fuera un misterio.
            Míralos, y nosotros aquí, perdiendo el tiempo con este degenerado hijo de Dios sabe qué dios, dice uno de los gendarmes. El siempre presente hombre de la sonrisa diabólica encaja otro culatazo en el abdomen del criminal, esta vez lo hace caer de rodillas. No te hagas el fuerte, cabrón, que esos judíos te van a parecer unos cariñositos comparados con nosotros, dice uno de los gendarmes.
            Repite esto: “Mi padre es un dios”, ordena el jefe. Todos se ponen a reír, sus carcajadas grotescas vuelan como moscas.
            El criminal, o el hijo de dios, según el expediente policial, abre la boca y  dice con voz moribunda: Ron, un poco de ron. El hijo de José José se ha quedado viendo hacia adentro del mar, sus botas están enterradas en la arena, no ha escuchado la palabra del imputado. Lo ve, es un reo confeso, dice el mismo tipo de la sonrisa. Deberíamos darle un tiro aquí mismo y nos largamos de una vez, que se lo coman los tiburones, dice otro.
             Un grupo de mujeres, algunas desnudas y otras en trajes de baño muy pequeños, pasan corriendo y dando de gritos, en sus manos asoma el resplandor de las botellas de sus cervezas y el de sus pechos glotones. Al ver a los gendarmes ahí mediocremente pintados con sus armas mohosas, se van dando carcajadas.
El bullicio de las mujeres llega hasta las bancas donde el cura y los ayudantes han terminado la cuarta botella de vino y han comenzado a bajar el nivel de una “pata de elefante” de vodka Petrov, que uno de los ayudantes fue a traer a la cantina, a falta de reservas en la despensa de la iglesia. El cura le da un codazo a uno de sus ayudantes y con un gesto le señala la bandada de mujeres que pasan con ese sentido de la rumba que ninguno de ellos ha bailado jamás. Todos se ponen de pie, lanzan besos y arman una silbatina que se escucha más que las campanas de hace un rato. El cura llega al extremo de levantarse la sotana y mostrar el bóxer que lleva puesto, además mueve la cintura con exageración.
            El hijo no reconocido del príncipe de la canción está molesto, todo mundo en fiesta y él ahí, a media playa, cuidando a ese bandido asqueroso. Uno de sus gendarmes repite la frase: Le metemos un tiro y nos largamos, mi cabo. Aún no, dice el jefe no muy convencido de lo que hay que hacer.
            Los gendarmes arrastran al criminal en dirección de un farol, el único que prende en más de tres kilómetros en dirección de la playa. Cuando están frente a la iglesia, el cura y sus ayudantes les observan con detenimiento.
Es el cura se pone de pie y se acerca para preguntar: Qué delito ha cometido, señor gendarme. La pata de elefante con vodka cuelga de una de sus manos. El primogénito de José José responde: Dice que es el hijo dios.
El cura suelta la pata de elefante con indignación, uno de los ayudantes que se encuentra más cerca la atrapa antes de que caiga en la arena. El cura toma al imputado de los cabellos, lo levanta, acerca su rostro y le dice: Hijo de puta, blasfemo, deberían de meterte a la cárcel, degenerado, cómo te atreves a hablar en el nombre de dios y decir que eres su hijo, degenerado, borracho de mierda. No ha terminado de soltar su maldición cuando sus ayudantes le rodean. El cura asume una posición más beligerante al verse rodeado de su séquito de embriagados.
El ayudante del cura que ha hablado de la necesidad de un muerto en semana santa, le jala de la manga de la sotana y ante la mirada interrogante de los gendarmes y de los otros ayudantes, le dice al oído: Necesitamos un muerto, no se olvide, padre, quizá con eso la gente vuelva a la iglesia.
Los ojos rojos del cura se vuelven, primero al hijo de José José y luego al imputado y le suelta una andanada de escupidas, después le dice: En verdad os digo, te mereces un tiro, hijo de puta, que te maten, es lo más justo. Sus ayudantes lo imitan, después rascan con sus manos en las arenas en busca de piedras, pero no las hay, entonces le lanzan puñadas de arena en el rostro, lo maldicen, el cura pide su botella de vodka y repite muy cerca del rostro del bandido: Hijo de puta, deberían darte un tiro, luego se empina la pata de elefante y la pasa a sus ayudantes, que uno a uno van metiendo la boca sin lástima ni recato.
Los gendarmes levantan al imputado a patadas y culatazos y lo llevan fuera del alcance de la luz y de aquellos locos que están más locos que ellos, la voz del cura se escucha clara a sus espaldas: Necesitamos un muerto, por piedad, señores policías, traedlo aquí, por el amor de dios.
El cura y los ayudantes hacen un círculo y se sientan en las arenas para dar muerte a la pata de elefante de vodka, un tanto confundidos y desmoralizados por la pérdida de su mesías.
5.

Las veinte mujeres están ahora completamente desnudas, todas llevan unas pulseras azules del último promocional de tarjetas prepago de teléfonos celulares. Con sus sonrisas juguetonas y las manos alzadas llaman a los gendarmes, el zigzag de sus pechos es más elocuente que cualquier otra cosa para negarse a llegar ahí.
De lo que nos estamos perdiendo por este hijo de puta, con un tiro es suficiente, dice el de la sonrisa de tiburón. El jefe se ve más convencido de dejar ahí a ese bandido.
            El imputado parece estar decidido a hablar, y lo hace: Deben quitarme la ropa, darme de latigazos, clavarme en una cruz y meterme una lanza en el costado, sólo así se puede cumplir la profecía. En el culo te la voy a meter, pero otra cosa, pendejo, dice el hijo de José José. Todos ríen a carcajadas.
            Los gendarmes se quedan estupefactos viendo a la piltrafa humana que está hincada frente a ellos.
            Hace dos mil años que las cruces pasaron de moda, dice el hijo de José José, con voz más reflexiva. Las cinco armas corren los cerrojos, los cañones apuntan hacia el pecho del hombre que ahora abre sus brazos con calma para esperar la descarga. Antes de doblar hacia la comandancia, el bandido intenta voltear, sonríe y lanza un grito despavorido que se devana en las arenas y las calles: ¡Fuego! Las balas se escuchan con claridad hasta la iglesia y se arrastran por la playa.
             El hijo de quién sabe qué dios, sonríe satisfecho antes de expirar. En el expediente se agregó como evidencias, su ropa y el guión de su evangelio de corte policial, que llevaba en los calzoncillos, en el documento se dice que su muerte será llevada a cabo en una playa, por la noche, que será escupido por un cura y tres ayudantes borrachos, le lanzaran arena en el rostro, luego será ejecutado por cinco hombres, con armas de fuego, bajo una luna menguante y al son de una fiesta de veinte mujeres hermosas que saben para qué dios les dio esa silueta inculta, en la era del reguetón, que él gritaría la orden de fuego y que todo terminaría en una orgía de cinco gendarmes y veinte mujeres.
Son las doce de la noche, no hay lluvia, ni cruz ni calzones a la vista. Y como os he advertido, esto sólo es el guión de un crimen común de semana santa en época de navidad.           

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